Elogio del aburrimiento
LAS PASADAS ELECCIONES ALEMANAS tienen muchos aspectos de alto interés para nosotros, los colombianos. El primero es, naturalmente, la estatura política de la canciller saliente, Ángela Merkel. Se convirtió a lo largo de los años en un ícono de liderazgo razonable y prudente en medio de aguas turbulentas. Desarrolló con éxito toda una serie de políticas que en el contexto europeo actual parecen generosas —por ejemplo, con respecto de la inmigración—. No le conozco un solo desliz antidemocrático. Claro, se le puede reprochar que se dedicó en esencia a defender el status quo, en un momento en que éste hacía agua por todas partes. El contraargumento es que, precisamente porque comenzó a hacer agua, su defensa también adquirió sentido, más aún en la medida en que las alternativas parecían mucho peores.
Cada vez que vi la figura introvertida y reticente de Merkel me acordé de que el aburrimiento también es un derecho humano, y no de los menores. Los otros días, creo que cuando el presidente estadounidense era Obama, salió en la prensa que una agencia secreta de ese país había estado chuzando el teléfono de la canciller. Pobres los tipos encargados de esa escucha. Me imagino que después de horas y horas de charlas tranquilas y planas querían morirse de la tristeza. Es que Merkel, tan ajena a los escándalos, encarnó a la perfección los valores del equilibrio y del decoro.
No que ignorara cómo dar una buena pelea cuando tocaba (como lo sufrieron en carne propia los griegos). No se sobrevive durante más de tres lustros en la cima del poder a punta de sonrisas. Esta es aún otra lección clave de estas elecciones alemanas: la política, sobre todo la buena, pasa por la negociación. Negociaciones duras, bravas, con programas, pero por eso con la defensa impenitente de las aspiraciones partidistas. Nuestro país parecería haber desarrollado una fobia escrupulosa hacia la noción de “negociar” (no sólo por la acción sino hasta por la palabra; cuando el gobierno Santos se sentó a una mesa con la principal guerrilla del momento lo hizo para “conversar”, no para “negociar”). La trastienda de esa pureza católica está llena de episodios espantosos de corrupción. La gazmoñería y la putridez están mucho más interrelacionadas de lo que pudiera pensarse. El caso es que muchos parecerían creer que ofrecerle a gente con convicciones distintas ministerios y accesos a la toma de decisiones para poder llegar al gobierno es anatema.
La política alemana, en cambio, se basa en la negociación pública, por encima de la mesa. El sistema parlamentario, y convenciones propias del sistema político de ese país, forman a sus mejores cuadros en la práctica de la negociación. Aunque Merkel nació y vivió sus primeros años en Alemania oriental, el entrenamiento permanente en estas lides, sumado a su capacidad, le permitieron consolidar su poder.
No me quiero hacer lenguas acerca de lo bien que lo hacen “allá” y lo mal que lo hacemos “aquí”. “Allá”, la historia; “aquí”, el platanal. Esa visión no me atrae en lo más mínimo. Entre otras porque estos asuntos sólo se pueden valorar a largo plazo y durante décadas los alemanes también tuvieron sus pesadillas. No dejo de acordarme del artículo de Tomás Carrasquilla durante la primera guerra mundial, explicando cómo la pereza nos defendía de las locuras de los europeos. Pero, por otra parte, no nos podemos dar el lujo de no aprender. Frente a la bella lección de sistematicidad y aburrimiento constructivo que nos acaba de dar Alemania, mi principal reacción es reivindicar la negociación y rechazar la pureza. La pureza –al menos en política— esteriliza, no construye. La negociación, en cambio, permite hacer cosas en el mundo. Decoro y capacidad negociadora no son valores contradictorios y hay que entender cómo promover su coexistencia en nuestro contexto.