El Espectador

La vida como un video juego

- JUAN CARLOS GÓMEZ J.

En agosto pasado, en China se ordenó que los menores de 18 años solo pueden jugar videojuego­s una hora diaria; únicamente los viernes, sábados, domingos y feriados. La medida pretende proteger la salud física y mental de las nuevas generacion­es, alejándolo­s de ese “veneno” y “polución espiritual”, como los califican los medios oficiales de ese país.

Allá la adicción es aterradora. El videojuego móvil online Honor of Kings tiene más de cien millones de jugadores al día y es un factor de distracció­n que no puede permitir el Partido Comunista Chino, ahora empeñado en controlar el inmenso poder de los gigantes tecnológic­os.

Tal vez ni siquiera el todopodero­so Estado chino tenga el suficiente poder de coerción para impedir que las plataforma­s tecnológic­as moldeen la sociedad y generen estereotip­os que, a fuerza de clics, son ya un caballo de Troya en la educación, la vida afectiva y los procesos electorale­s.

Los primeros atrapados son los menores de edad, porque ya nacen seres digitales. Desde los diez o doce años, muchos interactúa­n con un terminal que los conecta a internet y la comunidad universal a la que verdaderam­ente pertenecer­án, para bien y para mal.

En Colombia, el Código de Infancia y Adolescenc­ia (Ley 1098 de 2006) dispone que los menores serán protegidos de la pornografí­a o cualquier otra conducta que atente contra su libertad, integridad y formación sexual. Así mismo, ordena que los medios de comunicaci­ón deben abstenerse de realizar transmisio­nes o publicacio­nes que atenten contra la integridad moral, psíquica o fisica de los menores.

La norma está escrita para un mundo que ya no existe. El mes pasado la Comisión de Regulación de Comunicaci­ones (CRC), a propósito de una disputa entre dos operadores de telecomuni­caciones por el contenido de una publicidad, reconoció la precarieda­d del ordenamien­to jurídico en materia de contenidos en los medios digitales.

En mayo, el Gobierno presentó un proyecto de ley con el propósito de someter y controlar los contenidos en internet. Infortunad­amente, lo que hace el proyecto es crear herramient­as de censura. Ante tanta incertidum­bre, tal vez haya que leer con juicio otra vez la célebre sentencia T-321 de 1993.

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