William Faulkner: El escritor de las mil miradas
William Faulkner nació el 25 de septiembre de 1897 en New Albany, Misisipi. Escribió sobre las culpas, los miedos, los secretos y las agonías a las que se enfrenta el ser humano. No creía en las victorias; en cambio, sí celebraba sus derrotas y las de sus
Eran las nueve de la noche y aunque sus hermanos ya dormían, él no podía conciliar el sueño, al menos no sin antes escuchar las grandes historias de su narradora preferida, su nana, Caroline Barr. Se concentraba en cada ruido proveniente del primer piso. Una vez que los platos dejaban de sonar y la llave del agua se cerraba, sabía que era el momento de coger el vaso de leche de la mesa de noche, bajar las escaleras y golpear la puerta dos veces para poder entrar al cuarto de su amada compañía. Luego, escuchaba las leyendas urbanas sobre el racismo y aquellos protagonistas de la esclavitud. En las mañanas acompañaba a recoger flores a su abuela Lelia Butler. Después, le pedía que se sentara en aquella mecedora color café y le leyera con su voz dulce e inocente los cuentos del autor británico Charles Dickens. Mientras la observaba leer, pensaba que no había mejor manera de conocer a una persona que grabándose cada uno de sus gestos. Su primer trabajo fue como cartero, pero este le duraría poco debido a su avidez de leer la correspondencia antes de llevarla a su destino. Incluso, algunas de las cartas llegaban corregidas a lápiz.
Mientras sembraba algodón en la granja de sus padres solía observar las formas de las nubes. De hecho, tenía la habilidad de conocer la hora con solo mirar el cielo. Deseaba volar, por lo que quiso cumplir su deseo antes de que Estados Unidos entrara en la Primera Guerra Mundial. Meses después, cruzó la frontera canadiense y se enlistó en la ciudad de Toronto, donde casi no fue admitido debido a su corta estatura. Su determinación lo llevó a combatir para defender la vida de otros que no conocía. Cuando la guerra terminó había cumplido 21 años, por lo que se inscribió en la Universidad de Misisipi. Sin embargo, en sus adentros anhelaba algo, deseaba que sus maestros le hablaran de la fragilidad de la humanidad, de los deseos prohibidos. Los temores sociales eran algo que le obsesionaban profundamente. Mientras sus compañeros aprendían conceptos y categorías de memoria, él quería discutir sobre el tiempo. Deseaba que le repitieran que lo interesante de la vida eran las batallas, las caídas, las derrotas, pues aferrarse a las victorias era solo cosa de cobardes.
Decidió renunciar a sus clases y volver a casa, pues soñaba con escribir. Solía decir: “Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son: papel, tabaco, comida y un poco de whisky”. Habría que imaginarlo con su mirada honda e intensa, escribiendo a mano para después pasar sus prodigiosas palabras a máquina. Le encantaba el ruido que esta emitía. Bebía solo whisky escocés y cuanto más leía a sus favoritos —como James Joyce y Henry James— más se sumergía en el alcohol. Tanto, que este le causaría problemas a lo largo de su vida. Habría que imaginarlo caminando descalzo por toda la casa, con los pantalones amarrados con una cuerda preferiblemente ancha. Así le gustaba lucir cuando comenzaba a inventar a sus personajes. En 1929 se casó con Estelle Oldham. En ese mismo año creó el que sería su lugar eterno, su rincón seguro, el famoso condado ficticio de Yoknapatawpha, al noroeste de Misisipi, lugar que inspiró a varios escritores pertenecientes al boom latinoamericano a crear su propio universo, como lo hicieron Gabriel García Márquez con Macondo y Juan Carlos Onetti con Santa María. Asimismo, allí plasmó a sus antepasados, a los que llevaría a hablar de orgullo, compasión, deseo, voluntad y prejuicios, sentimientos que le había dejado la guerra. La sociedad estaba llena de dolor, pero solo él y unos pocos se atrevían a hablar de ello. Durante este tiempo escribió sus novelas más importantes: Sartoris, El sonido y la furia, Luz de agosto, Mientras agonizo y ¡Absalón, Absalón!
De esta manera, sus personajes y aferrarse a su mundo imaginario le ayudaron a soportar uno de los momentos más dolorosos de su vida al enterrar a su hija, quien solo vivió nueve días, a quien le pondrían el nombre de Alabama. Al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1949, decantó la belleza de esta, pero también la responsabilidad que deben tener quienes escriben: “Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu; solo queda este interrogante: ¿cuándo estallaré? A causa de él, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano, que por sí solos pueden ser tema de buena literatura, ya que únicamente sobre ellos vale la pena escribir y justifican la agonía y los afanes”. Aunque tuvo varios amoríos con escritoras y algunas estrellas de Hollywood, siempre les aconsejaba a sus amigos que si se casaban lo hicieran para siempre, pues en reuniones afirmaba: “El suicidio de Hemingway fue por haberse casado varias veces”.
“El que quiera entender mi obra debe leer el Antiguo Testamento”. Con su mirada fuerte y su voz pausada les respondía a quienes aseguraban que su obra era compleja y poco entendible. Mientras agonizo fue una de las obras preferidas por el autor. Esta novela se publicó en 1930. La escribió solo en seis semanas, durante cada madrugada, mientras se desempeñaba como bombero. No le importaba dormir —de hecho, no le preocupaba—; por el contrario, esperaba con gran regocijo la llegada del amanecer para sacar sus hojas. Quería hablar de la culpa y lo que nos produce el rencor. Aquellas palabras que al no ser expuestas nos envenenan cada