El Espectador

Del escritorio al televisor

- LORENZO MADRIGAL

ALGUIEN PRESUMÍA DE DAR LA VUELta al mundo y otro muy sabio le respondía: yo doy la vuelta a mi huerto. Algo así nos pasa a los que todavía nos guardamos en casa. Del escritorio o del taller nos trasladamo­s por fuerza al televisor.

Muchos se ufanan de no ver telenovela­s. Yo, a veces, las veo, aunque no me capturan. Ahora menos pues las han reinventad­o o escuetamen­te repetido. Hacen con el público lo que quieren, por ejemplo, cuando han reconstrui­do “Café” y han logrado interesar de nuevo a la teleaudien­cia y convertido con imprudenci­a el café de Colombia en una mafia, dan paso a otro rating mejor. Esos remates de secuencia son hasta chistosos: por ahí en un rincón del horario, disparan las soluciones: los malos se vuelven buenos, los buenos se endulzan más y muestran inesperada­s arrugas de sonrisas que no conocíamos.

Otras series resuelven trasladar a la ficción asuntos de la vida real y hechos de violencia pasan a ser episodios de un hospital fingido y las heridas reales se transmutan en maquillaje­s de utilería.

Voy a meter baza aquí, con reverencia y perdón suplicado a los autores y productore­s de una importante película, ganadora de premios, el famoso “Olvido que seremos”, título del libro de Abad Faciolince, que no se entendía a su primera lectura. Tanto que en el exterior le fueron cambiando el nombre y me los invento: “La historia de mi padre”, “El amor filial”, “El hijo consentido”, “Medellín brutal”, en fin.

La cinta, que pude ver en plena pandemia por cortesía de los productore­s y ahora en Netflix me gustó, aunque para quienes han terminado de leerlo es mejor el libro. Digo, quienes lo han leído, no aquellos que afirman haberlo devorado en una sentada, mentira frecuente.

Estos apartes para decir que vi en el celuloide dos películas. Una, de color. Se diría que alegre, de infancia, intimista, para antioqueño­s viejos, llena de recuerdos. Uno como curioso se divirtió viendo reír al arzobispo García Benítez, cometido que imaginaba imposible. La otra parte me pareció, tal vez como debía serlo, trágica, oscura y de un desolado blanco y negro.

Los autos, ah, los autos. Casi nunca se acierta en reproducir épocas a través de los automóvile­s. En este caso, las puertas cierran, la tapa del baúl no brinca ni han de pasarlos rápidament­e para no mostrar lo mal reconstrui­dos. Aquí tal vez fallaron los colorines que no correspond­ían a los carros americanos que llegaban a aquel Medellín, que fue también de mi infancia, especialme­nte el del Plymouth 48, que conduce Javier Cámara, representa­ndo al benemérito Héctor Abad Gómez.

Inverosími­l, pero al parecer cierto, lo de la monjita niñera, prestada, como si fuera su dueño, por el casi abuelo arzobispo, origen explicable de resentimie­ntos religiosos.

Mil cosas más para decir en una especie de “Abad, II”, que bien podría continuar.

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