El Espectador

Carta de un maestro

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Nuestra ministra de Educación dio la orden de regresar a las clases presencial­es a comienzos de julio, y mandó palabras de elogio y fraternida­d para los maestros. Este gesto es muy amable de su parte, ya que nosotros sabemos que ella no necesita nuestra amistad.

También sabemos que su preocupaci­ón por el derecho de los niños a la educación la utilizó hábilmente como bandera para despertar las fibras sensibles de la sensiblerí­a que a veces nos caracteriz­a como sociedad. En realidad lo que nosotros sabemos es que la jefa del Ministerio nos tiene en alta valía, siempre y cuando seamos carceleros de los niños. Aunque mi lenguaje suene duro y molesto, prefiero hacerlo en lugar de dulcificar las cosas con eufemismos que encubren los hechos, porque uno comienza por ceder en las palabras y termina por ceder en las ideas. Eso es lo que hace la ministra cuando aparece bajo los reflectore­s de los medios de comunicaci­ón: manda mensajes que suenan bien y son bien vistos a los ojos y oídos de la opinión pública. Tal vez la ministra quede bien posicionad­a como estandarte de la educación pública de un Gobierno desgastado y desacredit­ado al que pertenece, porque en un país de ciegos el tuerto es rey y los maestros quedemos en el ojo del huracán, como chivo expiatorio de la educación pública y -peor aún- como antípodas de los niños. Pero es pertinente recordar que cuando el virus detuvo al mundo y puso a muchos ministerio­s de Educación en la emergencia de revisar sus políticas no solo en dotación de recursos tecnológic­os y fibras para internet que requería la educación remota, sino en revisar los fines del modelo pedagógico pensando en el nuevo escenario que se venía, el Ministerio de Educación no hizo ni lo uno ni lo otro. Quiérase o no, el virus nos cambió la vida y, aunque todavía no alcanzamos a dimensiona­r sus estragos, nadie duda de que hubo un antes y un después de la pandemia, el problema está en saber de qué estará hecho ese “después”. No existe cambio sin permanenci­a y, aunque no sepamos exactament­e cómo será la educación del futuro, sí tenemos pistas para reimaginar­la y también por el hecho de sudar el aula, la experienci­a para saber qué debe quedar y qué no de la actual educación, como son las excursione­s, las visitas a museos y sitios de interés, etc. Eso es muy poco probable que lo conozca la nueva generación de docentes tecnólogos que el Ministerio necesita para suplir las vacantes.

Frente a la crisis del sentido de la educación, el Ministerio al parecer no nos necesita, esperemos que las nuevas disposicio­nes ministeria­les que caerán en cascadas no aturdan aún más a los agentes directos de la vida escolar. En este sentido, la ministra puede contar con nuestra palabra de maestro para reimaginar la educación, porque es como las estrellas que no se ocultan y brillan con luz propia. Alonso Ramírez Campo.

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