En clave Lavoe
CUANDO ME PUSE A ENSAYAR LO QUE le iba a contar al sacerdote en el confesionario, establecí tres categorías para los pecados que había cometido: pequeños, medianos y tremendos. Estaba lista para recibir la primera comunión, pero en la víspera se murió mi abuelo paterno y nadie tuvo cabeza para bregar con ese asunto. Mamá y papá no hicieron mucho por transmitirnos la fe católica que les inculcaron a ellos cuando eran niños. Así que me quedé sin vestido blanco y con el moño hecho. Sigo sin saber si es verdad que la hostia sabe a pan sobao, y no creo que pasen de seis las veces que he ido a misa. Detalle que ha sido motivo de gran decepción para las ancianas de mi clan.
Una tarde en la que estaba pendiente de una conversación entre mi mamá y una tía abuela, solté unas palabritas que me tenían de lo más embullada: “¡Kyrie eleison! ¡Christe eleison!”. A la tía Irene casi se le fue la quijá pa’l piso. Debió pensar que yo estaba hablando en lenguas. Y esta era una lengua que ella podía recordar de las misas de su juventud, cuando casi todos los sacerdotes del país eran viejitos italianos o españoles. Por encima de sus lentes enormes, nos miró a mí y a mi mamá, se santiguó y dijo: “¡Ofrézcome a la Virgen!”. Se apeó de su éxtasis místico cuando me apresuré a explicarle: “¿Usted no se sabe esa canción? ¡Kyrie eleison! ¡Christe eleison! No me metas a mi moña que yo también me sé de eso”. Con el paso de los años descubrí el significado de esas expresiones de origen griego que aprendí escuchando a Héctor Lavoe cantando Aguanile.
Kyrie eleison: Señor, ten piedad. eleison: Cristo, ten piedad.
No había adquirido ese vicio de la adultez que consiste en respaldar algunas ideas con máximas de escritores y filósofos. Tenía a Lavoe, un dios de arcilla al que con gusto le hubiera besado los anillos. Lo tenía a él y a sus camaradas de Fania, que me daban el fecundo decir de la calle, de la misa y el bembé, del campo y el barracón. Jerga pícara que bebe del pregón del mar, de la tradición oral y del sincretismo que acompaña el son desde los gloriosos tiempos de la negra Ma Teodora.
Tenía un repertorio de aforismos en clave Lavoe. Para los farsantes: “Si no me quieren en vida, cuando muera no me lloren”. Para expresar asombro: “¡Cógelo ahora, Lola!”. Uno de esos días que se fugó un toro del matadero que había a pocos kilómetros de mi
Christe casa, viendo cómo los vecinos cerraban apresuradamente las puertas de sus galerías, a la gente huyendo espantada, y a decenas de carros esquivando al toro prieto que iba y venía desorientado de un extremo a otro de la carretera, no se me ocurrió otra cosa que asomarme a un tragaluz de la terraza para vocearles a los empleados del matadero algo que consideré elemental: “¡agárrenlo, que va sin jockey!”.
Igual que los auténticos amigos, Lavoe estuvo presente en mis momentos de infortunio. Hasta creía que a veces me hablaba a mí directamente. Como cuando me convencí de que apostándolo todo aumentaría mis posibilidades de ganar en una rifa. Compré números sin compasión. Ver mi nombre repetido en la lista de la rifera me hizo sentir orgullo y, ante todo, optimismo. El primer premio era una mochila con forma de oso panda; el segundo, un estuche de maquillaje; y el tercero, un pote de perfume estampado con una etiqueta de rosas blancas que decía “Made in France”. Grande fue mi desconcierto al comprobar que ninguno –¡ninguno!– de los números anunciados en el boletín de la Lotería Nacional coincidía con los que elegí de la lista. Las palabras de Lavoe vinieron a consolarme en las bravas y tristes horas de mi infancia: “No llores nena, que tu suerte cambiará”. sorayda.peguero@gmail.com