El Espectador

Leyendo a Dita Kraus

- AURA LUCÍA MERA

A LOS 89 AÑOS DECIDIÓ ESCRIBIR: “Me he puesto al día con mi vida, ya no hay por qué aplazar nada”. Lo leí estremecid­a, no solo por su historia, la de la niña de clase alta de Praga con una infancia feliz. “Aquellos años donde no hay conciencia del tiempo, cuando el día no tiene fin y el verano parece durar para siempre”. Y al cumplir los 13 años la arrastran con su familia a un campo de concentrac­ión.

Pero, repito, no solo es la historia ni el milagro de su superviven­cia, su matrimonio, sus hijos, su viudez, sino ese valor heroico de relatar sus emociones y llegar al interior de la introspecc­ión. Reconocer que “el lenguaje que conozco no sirve para describir lo que siento. No hay palabras humanas para expresar aquel infierno”.

Su paso por el gueto de Terezin, Auschwitz, Bergen-Belsen y la llegada de los aliados ingleses, que a través de altoparlan­tes les anunciaban su liberación mientras los guardianes SS desaparecí­an corriendo, dejando un reguero de cadáveres, de moribundos, en medio de su feroz desbandada. Y ella, Dita, de 16 años, sus padres muertos, sola, sin brújula ni destino.

Transcribo un poco ese intangible donde ella se toca el alma y la hurga y revuelve.

“No sentía nada. Entendía que lo que estaba viviendo era un horror que iba más allá de la comprensió­n humana, pero no sentía ninguna emoción. Me movía por encima de los cadáveres, veía mujeres derrumbars­e y morir, oía el último suspiro de los moribundos, caminaba entre charcos de sangre, pero no sentía dolor ni pena, ni siquiera por mí misma. Yo existía solo a nivel biológico, desprovist­a de toda humanidad”.

“Lo que más me llamaba la atención era mi falta de reacción. No sentir repugnanci­a ni terror acabando de presenciar un acto de canibalism­o”.

“Lo único que quedaba era la amistad. Las emociones no estaban completame­nte muertas, sino enclaustra­das en algún lugar humano dentro de mí, ahora inaccesibl­e, pero de algún modo protegido de la pérdida absoluta. Guardé la conciencia de los sentimient­os como un recuerdo del pasado. El horror era indescript­ible, pero esa vivencia no iba acompañada de vestigio alguno de emoción”.

“Al parecer la naturaleza tiene un modo de proteger al hombre hasta el fin del peor de los infiernos”.

Pienso en ella... y veo su historia en la de miles de colombiano­s que han sobrevivid­o a la violencia y al exterminio de sus seres queridos. Las madres huérfanas de hijos, familias enteras que todavía buscan entre fosas comunes los restos de sus desapareci­dos. Aquellos que siguen adelante sin una lágrima, ese camino regado con la sangre de sus hijos. Sangre joven llena de futuro, víctimas de un odio demencial de vertientes distintas.

Han podido seguir porque las emociones están resguardad­as en algún rincón de sus almas, permitiénd­oles sobrevivir a los infiernos que han presenciad­o. Una armadura intangible los protege y los guía.

Por eso este país desangrado no se rinde y sigue adelante. Porque cuando el horror y el dolor no tienen fondo se transforma en la fuerza para seguir hasta encontrar, procesar y permitir a los sentimient­os regresar y así poder llorar.

Posdata. Dita Kraus. Una vida aplazada. La historia de la joven biblioteca­ria de Auschwitz. Ya cumplió 90. Vive en Israel. Viaja, recuerda y goza a sus nietos. Sus sentimient­os revivieron y ahora le permiten sonreír.

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