Culpar a los jueces
EMPIEZAN A SER CADA VEZ MÁS frecuentes los reproches a los jueces penales. No aludo al sano ejercicio de analizar críticamente y con argumentos jurídicos sus fallos, lo cual no solamente es válido sino necesario para la evolución de la ciencia. Me refiero a la actitud de quienes solo quieren ambientar una constituyente sobre temas de justicia y a los que simplemente escudriñan posibles decisiones judiciales cuestionables porque está de moda hacerlo.
Lo preocupante es que muchos de estos ataques están formulados desde una visión profana del derecho penal. Es tanta la confianza que algunos se van tomando para opinar sobre asuntos que requieren conocimientos técnicos adquiridos a lo largo de una centenaria, meditada y contrastada evolución, que ya se abre paso la idea de que para ser fiscal general ni siquiera hace falta tener experiencia en el ámbito jurídico.
La semana pasada, al reproducir una noticia que había sido ya difundida en radio y televisión como supuesto ejemplo de las fallas del sistema judicial, El Espectador tituló: “Hombre irá a juicio por dispararle a presunto atracador que ingresó a su vivienda”. No es cierto; esa persona no va a ser juzgada por ese disparo —efectuado en legítima defensa—, sino por tener en su poder un arma de fuego sin salvoconducto. Aunque no conozco detalles del proceso, diría que es factible aplicar un principio de oportunidad que le permita a este ciudadano salir bien librado de esa disparatada situación.
¿Pero cómo se llega al absurdo de que quien utiliza un arma no amparada para defenderse pueda resultar condenado a una pena superior a la del delincuente cuya acción repelió? La respuesta es simple: como producto de una equivocada política criminal, materializada en la creación de leyes repentistas que se expiden para calmar de manera transitoria ocasionales clamores populares, sin meditar suficientemente sobre las consecuencias que de ellas pueden derivarse.
En relación con el porte de armas, muchos insisten en que una de las formas de combatir la inseguridad es reprimiéndolo con penas muy altas, como ya ocurre con las de fuego y como se planea ahora hacer con las blancas. En lugar de buscar cómo superar las deficiencias probatorias que dificultan las condenas en delitos contra la propiedad, se recurre al más cómodo artilugio de aumentar las sanciones para el porte de armas; así se busca castigar severamente a quien se cree que es ladrón, sin necesidad de tener que probarle que lo es.
Eso llevó a que la pena de este delito, que en la versión original del código era de uno a cuatro años de prisión, haya aumentado continuamente; en el 2004 de 16 meses a seis años, en el 2007 de cuatro a ocho años para poder imponer detenciones preventivas, y desde el 2011 de nueve a 12 años. En esta última reforma el legislador no solo convirtió en delito la simple tenencia del arma (como en la noticia comentada) que antes no lo era, sino que además le fijó la misma elevada pena que a quien la porte o trafique con ella. En casos como este el problema no es de los jueces, es del legislador y de quienes insisten en proponer, impulsar y aprobar normas para la galería y no para enfrentar las causas de la delincuencia.
‘‘Cómo
se llega al absurdo de que quien utiliza un arma no amparada para defenderse pueda resultar condenado a una pena superior a la del delincuente cuya acción repelió?”.