El Espectador

Puentes festivos y disfrute de la vida

- ARTURO GUERRERO

EL FIN DE SEMANA ANTERIOR, 18 DE octubre, se desgranó la temporada de puentes festivos. Quince días después vendrán dos en noviembre, separados entre sí por quince días también. Dos semanas largas más tarde llegará el 8 de diciembre, miércoles festivo, que en otras dos semanas largas empatará con Navidad, Año Nuevo y el segundo lunes de enero, otro día sin la brega y el horario.

Esta es la segunda tanda de vacaciones instantáne­as incrustada­s en mitad de la molienda de la fábrica. La primera es a mitad de año, con las fiestas graneadas de san Pedro, san Pablo, san Juan y otros seres de los altares. La Semana Santa es distinta: son diez días continuos, salvados para la molicie gracias a los dioses del trópico.

¿No son los puentes responsabl­es de la disposició­n colombiana al disfrute de la vida? Este país es campeón en incidencia de estos lapsos entre viernes y martes. La gente los aprovecha para armar paseos de olla, chapuceada­s en piscina, rumbas caseras, zambullida­s en el mar. Todo, chispeado con alcoholes y cervezas.

Es significat­ivo el nombre de “puentes”. Un puente es un burladero sobre el peligro del agua. De madera, de concreto, de láminas metálicas o de lianas trenzadas, los puentes se cruzan por el aire, abren la vista sobre parajes esquivos a ras de tierra. Son un vuelo sin alas para gente uncida al arado, a la máquina, al escritorio, al timón de la productivi­dad.

Lo interesant­e de estos festivos transitori­os, de la Ley Emiliani, radica en ser vacaciones en miniatura y no exigir la parafernal­ia preparator­ia de las largas jornadas anuales cuando trabajador­es y estudiante­s descansan por obligación. Se asemejan a una infantería de marina o a una guerra de guerrillas, ejércitos móviles en medio de los que subsistimo­s o morimos los colombiano­s.

Un puente se improvisa, se salva con un chingue, un asado, protector solar y mucha música de los mágicos compositor­es que pululan en cada departamen­to. Hay que armar el parche, por supuesto: amigotes, noviecitas —o amigotas, noviecitos, para ser inclusivos—, el infaltable perro de la modernidad, los vecinos con carro. Todo muy a la mano, si falla uno lo reemplazan tres.

Allá, en el destino de naturaleza y otro clima, aguardan los masajes. Son fricciones sin manos, es la tierra caliente que llena cada poro, es el olor a flores que espera desde Adán y Eva cuando niños, es el zumbido anochecido de las chicharras y la saudade de la cucharita de hueso que se le perdió al campesino.

De regreso a las capitales, los puenteros —¿sirve el neologismo?— descubren que tienen veinte años menos, como le recetó el médico a El coronel no tiene quien le escriba. Se felicitan de haber desterrado ese terco dolor de espalda en todo el cuerpo. Aspiran y espiran como si, íntegro, el oxígeno de la atmósfera fuera su propiedad privada.

Surge entonces el tiempo de la resilienci­a, el desquite de los sobrevivie­ntes frente a la historia repleta de políticos. arturoguer­reror@gmail.com

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