El Espectador

La factura

- JUAN CARLOS BAYONA VARGAS

CUANDO ESTAMOS EN UN CAFÉ O EN un negocio cualquiera, usualmente se encuentra uno con un pequeño cartel en la caja registrado­ra. Nada sabemos de la persona que nos cobra el dinero por lo comprado. Nada sabe esa persona de nosotros, sus clientes. Damos las gracias por el servicio prestado, porque el pagarlo no me exime darlas. Y si pagamos en efectivo, devolvemos el dinero recibido de más, si ese fuese el caso, o aportamos el que hubiera hecho falta. Partimos de la buena fe. Así de simple. De lado y lado del mostrador. No se trata solo de un asunto de elemental cortesía. Es un principio, una conquista de siglos que ha costado sangre y dolor. Pero el cartelito lo contamina todo, devuelve todo a las hogueras de la prehistori­a, porque pone en el centro de un encuentro fortuito, mediado por una efímera relación comercial, la ortiga oscura que nos ha costado siglos desterrar: la desconfian­za.

A quienes ofrendamos nuestras vidas a la educación nos sigue alentando la certeza de que los seres humanos trabajamos mejor, amamos mejor, estudiamos mejor, funcionamo­s mejor, vivimos mejor y somos mejores si logramos establecer un entramado de disciplina de confianza entre los unos y los otros. Eso no tiene que ver con el grado de conocimien­to que tengamos entre nosotros. Aunque lo parezca, confiar no es un acto cándido. Es un acto valioso. Es el reconocimi­ento del otro y, con él, de su dignidad.

Claro que la confianza puede ser traicionad­a. De hecho, pasa. Duele que pase. Y pasa más de lo que debiera pasar. Pero de esa constataci­ón no se deriva el ofensivo anuncio. Al contrario. Los empresario­s deberían preguntars­e por qué pasa. ¿Cómo se sienten sus trabajador­es con esa desconfian­za que enrarece todo? Pues no faltará el cliente que haga fuerza para que lo que pudo ser un olvido involuntar­io se convierta mágicament­e en una cuenta por pagar por parte del empleado. La confianza es un punto de salida, pero también de llegada. Ahí está su luminosida­d. Y el cartel la oscurece. Nos recuerda que también somos así y que nuestra nefasta costumbre de sacar provecho indebido no está tan lejos como creíamos. De lado y lado del mostrador.

Pero no importa. Vale la pena confiar. Sobre todo, vale la pena seguir confiando. Por eso declaro feliz que no quiero ejercer el espurio derecho que me anuncia el cartel de recibir gratis mi compra en caso de que no me entreguen la factura. Si no me la entregan, simplement­e, sin juzgar, la solicito. Y doy las gracias. Nos educamos más para esto que para las pruebas de Estado.

‘‘Aunque

lo parezca, confiar no es un acto cándido. Es un acto valioso. Es el reconocimi­ento del otro y, con él, de su dignidad”.

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