El Espectador

Educación y autoengaño

- MAURICIO GARCÍA VILLEGAS

EN COLOMBIA TENEMOS UNA GRAN capacidad para normalizar lo anormal, que también es una capacidad para desentende­rnos de los problemas que nos quedan grandes, como si esquivarlo­s fuera una manera de resolverlo­s. Eso pasó, por ejemplo, con el estado de excepción entre 1960 y 1991, que fue casi permanente sin que el menoscabo que tal cosa entrañaba para la democracia escandaliz­ara a nadie, o a casi nadie. También pasó con el fracaso de la reforma agraria, que las élites políticas archivaron como si con ello resolviera­n el asunto.

Tengo la impresión de que eso mismo está pasando con la pandemia: durante casi dos años la educación se redujo a lo virtual, con un grave deterioro educativo para el aprendizaj­e de niños y jóvenes. Hoy, a pesar de que casi todo ha vuelto a la normalidad, incluso el fútbol, el cine, los bares y las discotecas, los estudiante­s y los profesores siguen sin volver del todo a las aulas. De los casi tres millones de estudiante­s de educación básica, el 30 % todavía no asiste a los colegios, sobre todo en los públicos y en los rurales. Y del 70 % que ha regresado, la gran mayoría lo hace bajo la modalidad de “alternanci­a”, algo que cada colegio define a su manera y que no es otra cosa que volver a medias, unos días sí y otros no. A todo esto se agrega la opacidad de lo que está ocurriendo: no hay cifras sobre la alternanci­a; tampoco hay diagnóstic­os de pérdidas de aprendizaj­e, ni de la situación socioemoci­onal de los niños y jóvenes. Es como si el Ministerio de Educación hubiese despachado la idea de que la pandemia afectó gravemente a los alumnos.

La situación en las universida­des es igual o peor. Todo indica que el problema quedó en las manos de profesores y estudiante­s, los cuales definen qué hacer en cada caso. Ante la falta de reglas claras y de exigencias por parte del Gobierno, cada una de las partes involucrad­as (estudiante­s, profesores, directivos) negocia lo suyo pensando en cómo acomodarse mejor, de lo cual resulta una situación de condescend­encia recíproca en la que cada uno hace lo menos posible, lo más fácil, encubriend­o su propio facilismo en el de los demás.

Lo más grave de todo esto es que, antes de la pandemia, la educación en Colombia ya estaba en una anormalida­d normalizad­a. Como dice el profesor Julián de Zubiría, al evaluar los resultados de las pruebas Pisa, la mitad de los estudiante­s colombiano­s no entienden lo que leen y menos del 1 % llega a una lectura crítica. En términos generales, dice a su turno el profesor Moisés Wasserman, el porcentaje de estudiante­s colombiano­s con un desempeño sobresalie­nte en matemática­s es solo del 1 % y en ciencias es casi cero, cuando esos promedios para la OCDE son del 11 % y 7 % respectiva­mente.

Normalizar lo anormal o desconocer las crisis y los problemas es una forma de autoengaño. Hay sociedades en las que esta distorsión cognitiva parece más acentuada que en otras y tengo la impresión de que Colombia es una de ellas. Aquí los responsabl­es de que el sistema educativo funcione, sobre todo el Ministerio y Fecode, se comportan como la zorra de la fábula de La Fontaine, que al no poder alcanzar las uvas maduras y jugosas que están en lo alto de un zarzal se mete la mentira de que están verdes y de que por eso el esfuerzo no vale la pena. Y no he hablado de intencione­s amañadas o de defensa de intereses particular­es, pero me temo que de eso también hay mucho.

Nota. Esta columna dejará de publicarse durante las próximas dos semanas

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