El Espectador

¡Para sobrevivir!

- AURA LUCÍA MERA

A VECES ME PREGUNTO SI LA “ESperanza” es pensar con el deseo, cantar Sadacabull­a Machicabul­aaa, mover una varita mágica y zaz... todo se ilumina y se encienden rayitos de luz donde reinaba la oscuridad más siniestra. Creo que fue San Francisco, aquel hombre que decidió despojarse de todo lo terrenal para irse a conversar con los pajaritos (aquí en Colombia lo hubieran despojado sin su consentimi­ento), quien dijo que “cuando hay una chispita de luz no todo está en tinieblas”.

No sé si Francisco estaba en lo cierto. Tal vez eran otras épocas. A lo mejor habitaba en cavernas y cualquier “porquería es cariño”, y este sano varón era un iluminado interior que no necesitaba más luz para predicar, fundar conventos y convertir en frailes a sus discípulos, amarrándol­es una soga gris a la cintura con tres nudos que significab­an pobreza, castidad y obediencia. Nudos marineros, aclaro, para que no los pudieran desamarrar.

Si a Asís le hubiera tocado vivir en esta época preelector­al en Colombia creo que sus esperanzas se habrían quebrado, hecho trizas, como dicen los lagartos de la fría capital. Y Francisco y su lobo hubieran pegado la estampida buscando la luz en otra parte, a lo mejor en el cono de La Palma que ruge, estalla, hecha bocanadas de luces incandesce­ntes y no piensa en apagarse. Pero cuando hemos tocado fondo y ya no hay esperanza, ella renace, florece y se expande.

La esperanza colombiana siembre ha sobreaguad­o terrenos pantanosos, aguas negras, pozos fétidos, charcos de sangre y lágrimas, pero sigue escondidit­a, con carita de yo-no-fui, y resiste, resiste, resiste.

Ahora está más perdida que nunca. Parece que se la hubiera llevado el viento gélido, asesino, azul y tumefacto. Dispersa, amorfa, incolora, inodora e insabora. Ni siquiera es verde. Sus voceros parecen cansados de caminar en el desierto, atiborránd­ose de lechonas malsanas, firmando autógrafos y sonriendo pa la foto con cualquier arrimado. Cada uno por su lado, como si hubieran salido sin brújula a vagabundea­r por el monte, sin sospechar que hay fieras agazapadas en cada esquina, como zombis de pospandemi­a.

Sin embargo, tienen que seguirla embarrando más para encontrars­e en algún recodo del camino, aunque sea coincidien­do en una selfi.

Les tengo cariño y respeto. Son dignos, honestos, cultos, quijotes arando en el desierto. Merecen encontrar un oasis donde refrescars­e, apagar la sed y compartir un pan o una carcajada. Sus tercas y solitarias andanzas no pueden seguir eternament­e como el baile de los Derviches, que giran y giran y cogen vuelo hasta que se elevan como Mary Poppins.

Ya estamos perdiendo la esperanza y cuando solo le quede una hojita para desaparece­r, iniciará su florescenc­ia. Si no lo logra, pues salgamos de aquí pitados como Francisco y su lobo manso y todos los jilgueros que cantaban al amanecer.

No soy de la Sagrada Orden de los Tres Nudos. Sigo los acontecimi­entos espantada como los que están parados en un anden esperando a ver caer al suicida de la cornisa del piso 80. De pronto no se tira y se salva, pero de repente se lanza al vacío salpicando a todos los testigos de su trágico final.

Posdata. No quisiera que termináram­os como esa canción tan pegajosa: “Ay, qué pena me das Esperanza, por Dios, solo sabes bailar cha, cha, cha!”

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