El Espectador

El coronel

- PAZAPORTE GLORIA ARIAS NIETO

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ ESCRIBIÓ El coronel no tiene quien le escriba en 1957, cuando tenía 30 años y vivía en la miseria en París. Colombia padecía la dictadura de Rojas Pinilla; los tanques de guerra y las orugas del régimen amenazaban la vida y las banderas de los libertario­s.

En el pueblo, el coronel pasó más de 15 años de soledad esperando una carta que nunca llegó. Pero más que un lamento, su vida fue una intención poética; una consigna para no dejarse derrotar, así todo fuera conflicto y hambre a su alrededor.

La suya fue una soledad acompañada, pobre —como casi todas— y atravesada por acordeones y campanas; una soledad que respiraba como el pueblo entre el drama y la esperanza, entre el toque de queda, los vallenatos, el estado de sitio y su hijo Agustín, al que mataron nueve meses antes por repartir folletos clandestin­os a la salida de la gallera.

La obra podría haber sido escrita y vivida hoy, porque hay cosas como la soledad y la violencia, el olvido y la injusticia en la tenencia de la tierra, que —por más esfuerzos y exorcismos del arte, la fe o la rebelión— siguen vigentes.

Y nosotros, más o menos grises, más o menos eufóricos, tristes o carnavales­cos, es como si desde siempre hubiéramos nacido para esperar. De alguna manera, vamos todos los viernes a la oficina de correos, al buzón que ya no existe, a ver si llegó una carta, un abrazo prohibido o alguna indulgenci­a que alguien hubiera dejado olvidada por ahí.

El velorio al que debían asistir el coronel —“caprichoso, terco y desconside­rado”— y su mujer —con “el cerebro tieso como un palo” y cansada de las derrotas— era el entierro del “primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos años”. Pero se los prohibió la represión. Los aguaceros y las estrellas se colaron por los huecos del paraguas; tuvieron que cocinar piedras para que los vecinos no supieran de su pobreza y para despistar el hambre comieron el maíz que dejaba el gallo.

Así de crónicas han sido las violencias en nuestro país; así de asiduas y persistent­es. Pero así también ha sido la esperanza —como la que tenían puesta en el gallo— para recuperar el valor; para construir expresione­s de rebeldía, democracia o civilidad, o como se llame esa fuerza capaz de rescatarno­s e impedir que sigamos matándonos y saboteando las treguas.

Durante 12 días estuvo en escena El coronel no tiene quien le escriba, una coproducci­ón del Teatro Colón y la Fábrica de Teatro Popular. Se lucieron Jorge Alí Triana y su hija Verónica; se lucieron Laura García, Germán Jaramillo y todos los actores, los genios de las luces y de la escenograf­ía y los músicos; se lucieron todos los que llevaron el pueblo al escenario del Teatro Colón y nos recordaron que “la dignidad no se come, pero alimenta”.

Laura García les dio cuerpo y voz a todas las madres de Colombia que han perdido a sus hijos por atreverse a desafiar el poder podrido.

Germán Jaramillo es el viejo que se hizo viejo mientras esperaba y no pudo vender el cuadro que todos tenían ni el reloj que daba más tristezas que horas. Y como fue terco y valiente, se negó a vender su esperanza.

Y el gallo… ¡ay, el gallo de Agustín! Será lo último que se pierda y lo primero que rescate los vestigios del honor y la memoria.

Por un momento cierren los ojos y déjense llevar… Peter Brook decía que “el teatro es un arte escrito sobre el agua”. Quizás a nosotros también nos escribiero­n así y por eso aprendimos a sentir libertad, ilusión y dolor, y a resistir entre la razón y la imaginació­n. Gloria.arias2404@gmail.com

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