¿Escépticos y sabios?
LOS OTROS DÍAS OÍ UNA INTERESANte declaración del biólogo Richard Dawkins. Al reflexionar sobre sus potenciales contribuciones como intelectual público, hizo énfasis en el hecho de que podría ayudar a cultivar el “escepticismo” —y por consiguiente una posición favorable al “método científico”— entre la opinión.
Intuyo que es una posición que tiene una acogida amplia, quizás incluso abrumadoramente amplia, entre públicos letrados en nuestro país (y no sólo en él). Déjenme, sin embargo, remar aquí un poco contracorriente, a ver hasta dónde llego.
Lo primero que debo observar es que el escepticismo puede ser, tanto como la credulidad, patentemente absurdo. Por ejemplo, hubo un tiempo en el que a ciertos círculos les dio por decir que los Estados Unidos en realidad no habían llegado a la Luna y que todo se trataba de un complot propagandístico de una agencia de seguridad (digamos, la CIA). Especies análogas circularon con motivo de los atentados del 11 de septiembre, que cumplen este año dos décadas.
Vamos más allá: muchas de las corrientes más malsanas y más destructivas de la vida pública se apoyan en el escepticismo y el derecho a dudar. Esa es una cosas que tienen en común los negacionistas del Holocausto, los trumpistas, los antivacunas, Cabal y demás personajes que se quieran meter en la lista.
Por consiguiente, habría que convenir en que hay escepticismos malos e incluso intolerables (lo mismo se aplica a la duda y a la propia razonabilidad). El siguiente —y más drástico— paso es entender que diferenciar los escepticismos lúcidos y constructivos de los descabellados no es tan fácil ni tan rectilíneo como parecería. ¿La CIA hace maquinaciones? Claro. De hecho, es su oficio. ¿Y acaso tú estuviste ahí para atestiguar que en realidad las naves que algunos vieron en las pantallas alunizaron? Antes de lanzar los brazos al aire, piense el lector en cómo contestaría a estos desafíos si su vida dependiera de la capacidad de cambiar la opinión de un interlocutor atrincherado en ese escepticismo.
¿No es fácil, eh? Bueno, a esa misma conclusión llegaron hace rato tres brillantes investigadores —Cook, Shadish y Campbell—, que quizás merezcan el blasón de pioneros del método experimental en las ciencias sociales (y de abuelos intelectuales de los premios nobel de Economía de este año). Eso los llevó a escribir (cito de memoria) que “nadie se imagina en cuánta credulidad colectiva se basa la ciencia” para funcionar.
Cierto: también hay credulidades inteligentes y estúpidas. Y toda una zona gris que cae entre esos dos extremos. ¿Cómo orientarnos? La respuesta más o menos obvia tiene implicaciones difíciles de digerir: cultivando el gusto, de manera análoga a como lo hace un catador de café o un marchante de arte. Los operadores de éxito, por supuesto, son diferentes para cada disciplina. Pero es la exposición continua a ciertas prácticas y rutinas lo que permite a alguien separar relativamente bien entre el escepticismo (o la confianza) que vale la pena atesorar y la basura. Nunca se dice cómo lograr que esta clase de formación llegue a todos los públicos.
Está el sentido común, dirán algunos. Pero sabemos que a veces protege y a veces conduce a exabruptos. Como siempre, mi conclusión no es que “todo vale”, sino que hay que desconfiar de las recetas fáciles. En particular, la retórica liberal debería aprender a ser un poco más escéptica frente a los poderes salvíficos del escepticismo. A veces este conduce a deslumbrantes florecimientos de la razón. A veces, al oscurantismo y la ferocidad. En los tiempos que corren, es fundamental entender que, por un lado, necesitamos del diálogo entre saber científico y debate político, pero que, por otro, ese diálogo —contra ilusiones ilustradas más bien ingenuas— es intrínsecamente difícil.