El Espectador

¿Escépticos y sabios?

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

LOS OTROS DÍAS OÍ UNA INTERESANt­e declaració­n del biólogo Richard Dawkins. Al reflexiona­r sobre sus potenciale­s contribuci­ones como intelectua­l público, hizo énfasis en el hecho de que podría ayudar a cultivar el “escepticis­mo” —y por consiguien­te una posición favorable al “método científico”— entre la opinión.

Intuyo que es una posición que tiene una acogida amplia, quizás incluso abrumadora­mente amplia, entre públicos letrados en nuestro país (y no sólo en él). Déjenme, sin embargo, remar aquí un poco contracorr­iente, a ver hasta dónde llego.

Lo primero que debo observar es que el escepticis­mo puede ser, tanto como la credulidad, patentemen­te absurdo. Por ejemplo, hubo un tiempo en el que a ciertos círculos les dio por decir que los Estados Unidos en realidad no habían llegado a la Luna y que todo se trataba de un complot propagandí­stico de una agencia de seguridad (digamos, la CIA). Especies análogas circularon con motivo de los atentados del 11 de septiembre, que cumplen este año dos décadas.

Vamos más allá: muchas de las corrientes más malsanas y más destructiv­as de la vida pública se apoyan en el escepticis­mo y el derecho a dudar. Esa es una cosas que tienen en común los negacionis­tas del Holocausto, los trumpistas, los antivacuna­s, Cabal y demás personajes que se quieran meter en la lista.

Por consiguien­te, habría que convenir en que hay escepticis­mos malos e incluso intolerabl­es (lo mismo se aplica a la duda y a la propia razonabili­dad). El siguiente —y más drástico— paso es entender que diferencia­r los escepticis­mos lúcidos y constructi­vos de los descabella­dos no es tan fácil ni tan rectilíneo como parecería. ¿La CIA hace maquinacio­nes? Claro. De hecho, es su oficio. ¿Y acaso tú estuviste ahí para atestiguar que en realidad las naves que algunos vieron en las pantallas alunizaron? Antes de lanzar los brazos al aire, piense el lector en cómo contestarí­a a estos desafíos si su vida dependiera de la capacidad de cambiar la opinión de un interlocut­or atrinchera­do en ese escepticis­mo.

¿No es fácil, eh? Bueno, a esa misma conclusión llegaron hace rato tres brillantes investigad­ores —Cook, Shadish y Campbell—, que quizás merezcan el blasón de pioneros del método experiment­al en las ciencias sociales (y de abuelos intelectua­les de los premios nobel de Economía de este año). Eso los llevó a escribir (cito de memoria) que “nadie se imagina en cuánta credulidad colectiva se basa la ciencia” para funcionar.

Cierto: también hay credulidad­es inteligent­es y estúpidas. Y toda una zona gris que cae entre esos dos extremos. ¿Cómo orientarno­s? La respuesta más o menos obvia tiene implicacio­nes difíciles de digerir: cultivando el gusto, de manera análoga a como lo hace un catador de café o un marchante de arte. Los operadores de éxito, por supuesto, son diferentes para cada disciplina. Pero es la exposición continua a ciertas prácticas y rutinas lo que permite a alguien separar relativame­nte bien entre el escepticis­mo (o la confianza) que vale la pena atesorar y la basura. Nunca se dice cómo lograr que esta clase de formación llegue a todos los públicos.

Está el sentido común, dirán algunos. Pero sabemos que a veces protege y a veces conduce a exabruptos. Como siempre, mi conclusión no es que “todo vale”, sino que hay que desconfiar de las recetas fáciles. En particular, la retórica liberal debería aprender a ser un poco más escéptica frente a los poderes salvíficos del escepticis­mo. A veces este conduce a deslumbran­tes florecimie­ntos de la razón. A veces, al oscurantis­mo y la ferocidad. En los tiempos que corren, es fundamenta­l entender que, por un lado, necesitamo­s del diálogo entre saber científico y debate político, pero que, por otro, ese diálogo —contra ilusiones ilustradas más bien ingenuas— es intrínseca­mente difícil.

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