¿Seremos capaces?
Desde hoy se reunirán en Glasgow (Escocia) negociadores de más de 190 países para intentar establecer nuevas reglas que impidan un aumento de la temperatura global mayor a 1,5 °C para finales de siglo, pues el camino actual nos conducirá a los 2,7 °C y po
Desde hoy se reunirán en Glasgow (Escocia) negociadores de más de 190 países para intentar establecer nuevas reglas que impidan un aumento de la temperatura global mayor a 1,5 °C para finales de siglo. El camino actual nos conducirá a los 2,7 °C y pondrá en riesgo nuestro futuro.
En diciembre de 1997, el periodista Jorge Ramos Ávalos escribió una columna para El Espectador llamada “El planeta tiene calentura”. En su primer párrafo describía un escenario desalentador: “Imagínese: las Bahamas desaparecidas en el Caribe, al igual que las Bermudas en el Atlántico”, “Ciudad del Cabo rebautizada Ciudad del Mar” y “el Nilo y el Amazonas desbordados; la Patagonia y Alaska derritiéndose”. Continuaba su columna de la siguiente manera: “Por supuesto, ni a ti ni a mí nos va a tocar de cerca este panorama catastrofista y, quizás, exagerado. Pero no estaría tan seguro de decir lo mismo sobre nuestros hijos y nietos. Lo que pasa es que si no hacemos algo ahora sobre el calentamiento de la Tierra, las próximas generaciones tendrán que vivir una geografía muy distinta a la de nuestro fin de siglo”.
Esos hijos que Ramos mencio- naba ya son adultos. Los que na- cieron ese año, en 1997, cuando el mundo adoptó el Protocolo de Kioto con la promesa de reducir la emisión de gases efecto invernadero y detener el cambio climático, ya tienen 24 años. Yo, que en ese entonces tenía seis años, ahora tengo treinta y, como les sucede a muchas otras personas, el cambio climático se me cruza en cada decisión cotidiana. ¿Debo dejar de consumir carne o, por lo menos, disminuir su consumo en un intento de frenar una cadena de mercado que produce alrededor del 14 % de los gases efecto invernadero? Una pregunta que igualmente se puede formular quien come arroz al almuerzo, un producto asociado al 12 % de las emisiones de metano, o quien ingiere camarones silvestres, pues para poder pescarlos los barcos necesitan combustibles fósiles.
Los que son padres o madres, seguramente, tendrán dudas más profundas. Les inquietará también lo que tendrán que vivir sus hijos en unos veinte o treinta años. Pero vayamos a un ejemplo algo más sencillo y cercano. ¿Por qué tomar un avión para ir a Glasgow (Escocia) a cubrir, precisamente, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) y seguir contribuyendo al 1,5 % de las emisiones de dióxido de carbono que produce la aviación mundial? Porque ese ahora del que hablaba Ávalos se ha prolongado 24 años y, una vez más, los países se vuelven a reunir durante dos semanas con la misma promesa: reducir las emisiones de gases efecto invernadero y detener el cambio climático. Lo nuevo es que hay una meta más clara: evitar que el aumento de la temperatura sea mayor a 1,5 °C para final de siglo.
Para otros, sin embargo, el cambio climático implica la incertidumbre de la propia existencia.
Para las casi 870.000 personas que viven en las islas Fiyi, en el Pacífico sur, el cambio climático viene con la incógnita de si tendrán que ser reubicadas ante la amenaza del aumento del nivel del mar y la combinación de posibles ciclones más intensos. En Mozambique (África) significa pérdidas de US$4.930.08 millones y, por lo menos, 2,25 eventos fatales por cada habitante.
Para no ir tan lejos, en Cartagena, el cambio climático le viene robando 3,2 mm a su costa cada año, borrando ecosistemas de corales y afectando en el día a día la economía de quienes se dedican a la pesca artesanal. El cambio climático es eso: la sensación de
››En Cartagena el cambio climático le roba 3,2 mm a su costa cada año, borrando ecosistemas de corales y afectando a los pescadores artesanales.