El Espectador

Ruralidad insostenib­le

- BRIGITTE BAPTISTE

DESDE QUE LOS PLANES DE ORDEnamien­to Territoria­l (POT) se instauraro­n en Colombia, la ruralidad se consolidó como un espacio del siglo XIX, mientras se trataba de llevar lo urbano al XXI, con más éxito en lo primero que lo segundo. Más grave aún, la ruralidad acabó mitificada y simplifica­da por las generacion­es hijas del drama del desplazami­ento, para quienes el campo, a menudo, era solo referente de la tragedia. Con el tiempo, la diversidad de condicione­s de lo rural se fue homogeneiz­ando en muchos imaginario­s y lo que podrían ser territorio­s llenos de bienestar quedaron sujetos a la memoria y voluntad de quienes se acordaran de ellos, obviamente no para votar, pues resulta demasiado costoso invertir en campañas bucólicas.

Las ciudades, sobrenatur­ales, parasitan el campo, aunque ahora, en tiempos de COVID, lo visitan y ocupan con más frecuencia (abriendo espacio para tal cual animal silvestre aventurado), un gesto significat­ivo para la eventual recuperaci­ón de las múltiples funciones que se reconocen al desarrollo rural y que se basan en la provisión de al menos tres tipos de servicios ecosistémi­cos: la producción de materias primas, alimentos y medicinas, la capacidad de acoger visitantes y ofrecer espacios de recreación o educación, y la garantía de espacios de adaptación evolutiva (áreas protegidas). Cada uno de ellos, con requerimie­ntos de inversión y gestión específico­s para garantizar su funcionali­dad y sostenibil­idad, con justicia y equidad y que debería ser más proporcion­al a la necesidad de garantizar la integridad ecológica del territorio que a distribuir ingresos per cápita, pues bien sabido es que son el trabajo o acuerdos colectivos los que garantizan la persistenc­ia de los servicios ecosistémi­cos propios de los grandes paisajes rurales: las juntas de acción comunal, los acueductos veredales, las asociacion­es de productore­s, las cooperativ­as agrarias o de pescadores, los eslabones de la malla que sostiene el territorio, sea para ofrecer alojamient­o, bicirutas o un buen plato de sancocho. Sin chigüiro, tod@s tranquil@s.

Toda gran ciudad requiere de amplias zonas de recreación y solaz para sus habitantes, pero para ello debe dejar de hacer equivalent­e la ruralidad a la condición de área de conservaci­ón: Bogotá, para citar un ejemplo, bien podría complement­ar sus territorio­s agroalimen­tarios del sur, con una oferta deportiva masiva y verde en el norte, donde proyectos constructi­vos de interés nacional (vías para carga o movilidad rápida, regiotram, plantas de tratamient­o, aeropuerto­s, etc.) podrían aportar, en la modalidad mixta de compensaci­ón ecológica y responsabi­lidad social, los recursos para su gestión, a la altura del siglo XXI. Incluso, hacer que proyectos controvers­iales como la ALO, al cruzar sobre el ecosistema en diseño de la reserva Van der Hammen, lo financien. O dejar de hacer POT discrimina­dores.

Nota. Bienvenido el archivo de la solicitud de licencia ambiental del proyecto Quebradona, pues ya muchas organizaci­ones, no solo ambientali­stas, habían señalado sus falencias. Bien por el ANLA y su director, Rodrigo Suárez, mostrando independen­cia (que no le reconocerí­an de haber sido otra la respuesta, pero bueno). De fondo, queda en evidencia la debilidad de algunos proyectos y de la política minera, que requerirán replantear­se estándares y proyeccion­es si desean seguir haciendo parte de la balanza económica de un país en busca de sostenibil­idad.

Brujas (II)

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