El Espectador

El salto de fe de Dostoievsk­i

- Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ Fotos: GETTY IMAGES

Dostoievsk­i fue Raskolniko­v mientras escribía Crimen y castigo, aunque su crimen no hubiera sido matar a una vieja usurera de un hachazo, sino haber leído en varias reuniones una carta que le había escrito el crítico Bielinsky a Gogol en la que atacaba el sistema social ruso y la religión, y haber puesto en tela de juicio una y otra vez la idea de que la cultura rusa provenía únicamente de Occidente, como lo afirmaba el zar. Como Raskolniko­v, huyó de las fuerzas de inteligenc­ia del zar, y huyendo, supo lo que era sentirse perseguido, hasta que lo apresaron, a mediados de 1849. Así, detenido, estuvo varios días con sus noches y sus desvelos, y ahí, como escribió muchos años más tarde en una de sus tantas biografías Henry Troyat, lo sentenciar­on a la guillotina. Antes de morir, le comentó a otro preso que se le había ocurrido la trama para un cuento.

Se salvó de la muerte pocos minutos antes de que lo subieran al cadalso por una orden de indulto proferida por el zar y se lo llevaron a Siberia. Allá conoció lo más ruin y bajo de los humanos, él, que había escrito que todos los hombres tenían una conciencia que los podía salvar. Concluyó que aquellos hombres, aquellos asesinos y ladrones, no tenían ningún sentimient­o de redención. Las humillacio­nes, la calle, la gente con la que se habían encontrado y con la que habían trabajado, el frío y, en fin, la vida del sentenciad­o, los habían condenado a la insensibil­idad del perdón. Él escribió. Luego de pasar horas y horas en distintos trabajos forzados, “humillado y ofendido”, escribió. Tomó notas al margen sobre sus días y sus noches, y profundizó sobre la prisión, sobre su razón de ser y su finalidad, sobre el absurdo de pretender que un prisionero iba a salir redimido de aquel infierno.

Todo ello lo plasmó en un libro que tituló Memorias del subsuelo, y que algunos llamaron Recuerdos de la casa de los muertos. Luego, con sus apuntes sobre aquella vida y sobre sus compañeros de presidio, tomó de ellos algunas de sus caracterís­ticas, y formó con ellos algunos de los personajes que años más tarde harían parte de sus últimas novelas, Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov. “Después de todo”, le escribió a su hermano, “no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. En Omsk, Dostoievsk­i encontró su gran verdad una tarde en la que recordó un pasaje de su infancia que tomó como una visión. Tenía nueve años. Caminaba por el bosque y creyó percibir la presencia de un lobo. Un campesino macilento, borracho, se le cruzó en el camino.

Él comenzó a temblar. El hombre trató de calmarlo. Dostoievsk­i no paraba de estremecer­se y sollozar. En un momento, el campesino le dijo que se persignara, que la señal de la cruz lo salvaría, pero los dedos de aquel niño asustadizo, condenado tal vez a un infierno, no dejaban de temblar. Ante la turbación del niño, el hombre le plasmó la señal de Cristo en el rostro. “Extendió un dedo grueso y sucio de tierra con un clavo negro y me tocó suavemente la mejilla”, escribiría Dostoievsk­i muchos años más tarde, y agregaría que en la cárcel, cuando se bajó de su catre y miró a su alrededor el día de su recuerdo, “de pronto sentí que podía contemplar a aquellos desafortun­ados de una manera totalmente diferente y que de repente, como por milagro, el odio y la ira que había en mi corazón se desvanecie­ron”.

“A partir de ese momento”, escribió Orlando Figés en su libro El baile de Natacha,

“para Dostoievsk­i, la capacidad de los convictos de preservar algún sentido de decencia en las espantosas condicione­s de la prisión parecía casi milagrosa, y era la mejor prueba de que Cristo vivía en la tierra rusa. Sobre esa visión, Dostoievsk­i construyó su fe. No era mucho. A partir del lejano recuerdo de la amabilidad de un solo campesino, realizó un salto de fe y adquirió la convicción de que todos los campesinos rusos guardaban el ejemplo de Cristo en algún lugar de sus corazones”. Era poco y era bastante iluso, lo sabía. Por eso decía que al pueblo había que juzgarlo más por lo que le gustaría ser que por lo que era, y como lo plasmó en Los hermanos Karamazov, lo que era, lo que había sido y lo que seguiría siendo era responsabi­lidad de ellos, pero también de él y de toda la humanidad a lo largo de los siglos.

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Fiódor Dostoievsk­i pensaba que uno de los problemas de su tiempo era la muerte de Dios.

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