El Espectador

Ojo a 1922

- FRANCISCO GUTIÉRREZ SANÍN

ESTE 7 DE NOVIEMBRE SE CUMPLEN los 100 años de la fundación del Partido Nacional Fascista (PNF). Un año después, en 1922, este estaría llevando al poder a su máximo dirigente, Benito Mussolini. Se necesitarí­an dos décadas, una guerra mundial fallida y una vigorosa resistenci­a para que los italianos pudieran quitarse de encima la dictadura fascista.

El actual crecimient­o vertiginos­o de la extrema derecha da una gran relevancia a esta conmemorac­ión del centenario del PNF. Aquel crecimient­o se ha observado a prácticame­nte todos los niveles de desarrollo, en todos los continente­s —desde Colombia hasta la India, pasando por Hungría y los Estados Unidos— y en contextos muy diferentes.

¿En qué sentido se parece el fenómeno actual a su original? Este es un debate con una dimensión académica, pero que inevitable­mente tiene reverberac­iones políticas. Además, aquí hay que tener cuidado para no incurrir en la práctica muy extendida de aplicarle el marbete de “fascista” a todo movimiento, diseño institucio­nal o discurso de carácter represivo o antidemocr­ático. De hecho, en cierto sentido la derecha extremista actual está en las antípodas del fascismo. La idea básica de este, según explicaba el propio Mussolini, era “todo dentro del Estado, nada fuera de él”. Los extremista­s actuales —muy influidos por estrategas estadounid­enses y por motivos caros a la cultura política de ese país— son antiestati­stas y reivindica­n la descentral­ización y el individual­ismo.

Pero hay también parecidos: el racismo, la defensa del uso de la violencia contra ciertos sectores de la población —nunca contra la “gente sana”— a los cuales se somete a estigmatiz­ación virulenta, el llamado a armar a la población y el uso de civiles armados —muchas veces a través de estructura­s paramilita­res— contra la protesta social. Otro aspecto del programa fascista que sigue vivito y coleando fue el poner a la población frente a una escogencia apocalípti­ca: era o el infierno o el triunfo del fascismo (ahora sabemos, o deberíamos saber, que los dos términos de la supuesta disyuntiva eran sinónimos).

Esa escogencia estuvo a su vez en el centro de la técnica fascista de la toma del poder. He oído la idea de que ella se basó casi exclusivam­ente en la violencia, pero creo que se trata de una fantasía. Los fascistas combinaron la violencia con instrument­os jurídicos y electorale­s y con la amplia red de apoyos que tenían dentro de las institucio­nes democrátic­as para dar al traste con estas. Aunque en el contexto actual esta operación es más complicada —entre otras cosas porque aún toca mantener la apariencia de alguna forma de consulta electoral a la población—, sigue siendo efectiva. Lo esencial es garantizar que se bloquee la alternació­n en el poder.

Esto se vio con claridad en las recientes elecciones de los Estados Unidos. Trump no quería acabar con las elecciones. Lo que necesitaba era que tuvieran un solo resultado. Casi lo logra. ¿Saben quiénes lo detuvieron? Un puñado de operadores políticos republican­os con nociones básicas de constituci­onalismo e integridad. La principal de estas figuras fue el vicepresid­ente Pence, un conservado­r religioso muy, muy derechista. Este sólo hecho es testimonio de la enorme fuerza de la técnica centenaria de toma del poder y de estrangula­miento de las dinámicas democrátic­as, que los extremista­s de derecha actuales han retomado.

El problema es que nadie comprendió muy bien lo que estaba pasando. Todas las fuerzas, izquierdis­tas, centristas y derechista­s democrátic­os, con sus respectivo­s matices, siguieron en lo suyo: tratando de construir su propia identidad primorosa y diferente de las demás, y cultivando con gran entusiasmo falsas equivalenc­ias. Así les fue.

¿Nos pasará a nosotros? De pronto. Ojo a 1922.

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