Ojo a 1922
ESTE 7 DE NOVIEMBRE SE CUMPLEN los 100 años de la fundación del Partido Nacional Fascista (PNF). Un año después, en 1922, este estaría llevando al poder a su máximo dirigente, Benito Mussolini. Se necesitarían dos décadas, una guerra mundial fallida y una vigorosa resistencia para que los italianos pudieran quitarse de encima la dictadura fascista.
El actual crecimiento vertiginoso de la extrema derecha da una gran relevancia a esta conmemoración del centenario del PNF. Aquel crecimiento se ha observado a prácticamente todos los niveles de desarrollo, en todos los continentes —desde Colombia hasta la India, pasando por Hungría y los Estados Unidos— y en contextos muy diferentes.
¿En qué sentido se parece el fenómeno actual a su original? Este es un debate con una dimensión académica, pero que inevitablemente tiene reverberaciones políticas. Además, aquí hay que tener cuidado para no incurrir en la práctica muy extendida de aplicarle el marbete de “fascista” a todo movimiento, diseño institucional o discurso de carácter represivo o antidemocrático. De hecho, en cierto sentido la derecha extremista actual está en las antípodas del fascismo. La idea básica de este, según explicaba el propio Mussolini, era “todo dentro del Estado, nada fuera de él”. Los extremistas actuales —muy influidos por estrategas estadounidenses y por motivos caros a la cultura política de ese país— son antiestatistas y reivindican la descentralización y el individualismo.
Pero hay también parecidos: el racismo, la defensa del uso de la violencia contra ciertos sectores de la población —nunca contra la “gente sana”— a los cuales se somete a estigmatización virulenta, el llamado a armar a la población y el uso de civiles armados —muchas veces a través de estructuras paramilitares— contra la protesta social. Otro aspecto del programa fascista que sigue vivito y coleando fue el poner a la población frente a una escogencia apocalíptica: era o el infierno o el triunfo del fascismo (ahora sabemos, o deberíamos saber, que los dos términos de la supuesta disyuntiva eran sinónimos).
Esa escogencia estuvo a su vez en el centro de la técnica fascista de la toma del poder. He oído la idea de que ella se basó casi exclusivamente en la violencia, pero creo que se trata de una fantasía. Los fascistas combinaron la violencia con instrumentos jurídicos y electorales y con la amplia red de apoyos que tenían dentro de las instituciones democráticas para dar al traste con estas. Aunque en el contexto actual esta operación es más complicada —entre otras cosas porque aún toca mantener la apariencia de alguna forma de consulta electoral a la población—, sigue siendo efectiva. Lo esencial es garantizar que se bloquee la alternación en el poder.
Esto se vio con claridad en las recientes elecciones de los Estados Unidos. Trump no quería acabar con las elecciones. Lo que necesitaba era que tuvieran un solo resultado. Casi lo logra. ¿Saben quiénes lo detuvieron? Un puñado de operadores políticos republicanos con nociones básicas de constitucionalismo e integridad. La principal de estas figuras fue el vicepresidente Pence, un conservador religioso muy, muy derechista. Este sólo hecho es testimonio de la enorme fuerza de la técnica centenaria de toma del poder y de estrangulamiento de las dinámicas democráticas, que los extremistas de derecha actuales han retomado.
El problema es que nadie comprendió muy bien lo que estaba pasando. Todas las fuerzas, izquierdistas, centristas y derechistas democráticos, con sus respectivos matices, siguieron en lo suyo: tratando de construir su propia identidad primorosa y diferente de las demás, y cultivando con gran entusiasmo falsas equivalencias. Así les fue.
¿Nos pasará a nosotros? De pronto. Ojo a 1922.