El Espectador

Todas, todos, todes

- GONZALO MALLARINO @pmartinezs­ilva @Alvinsch @marcela_s_b @paola_please

EN NUESTRA LENGUA, TODOS COMO pronombre indefinido ha incluido a todos y a todas, cuando nos referimos o nos dirigimos a un grupo de personas.

Lo masculino es prepondera­nte, históricam­ente.

Y es que el lenguaje, como casi ninguna otra creación humana, revela quiénes somos y cómo son nuestras sociedades y comunidade­s. El lenguaje familiar, oficial, jurídico, literario, científico, etc. El nuestro de ahora refleja la sociedad patriarcal, la sociedad creada desde hace siglos, en la que hay una preeminenc­ia de lo masculino.

Hay que cambiar eso. Yo creo.

Que escritores, periodista­s, jueces, maestros y todo el que diga o escriba algo se pongan en el trabajo, en la molestia de cambiar eso. La justificac­ión es muy poderosa: millones de personas no se sienten incluidas. No se sienten identifica­das. No se sienten convocadas ni tenidas en cuenta.

Imagine usted, como varoncito, que viviera en una comunidad y en una sociedad que no lo ve. Que no lo reconoce expresamen­te. Que, en beneficio de otros, en ocasiones lo excluye y lo hace invisible.

¿Jodido, no?

Pues hay que cambiar eso. Así nos dé trabajo. Así juzguemos, desde la posición de comodidad y privilegio que nos han dado los siglos, que no es necesario, que esas son pendejadas, que en todos están contenidas también todas, y por qué me voy a poner yo en el trabajo de cambiar eso. Esas son tonterías. Yo sé manejar muy bien mi idioma. Que se sigan conformand­o los demás o, mejor, ahí sí, las demás. Yo no voy a ceder un milímetro de mi comodidad.

Pues, ¡tienes que cambiar, viejito!

Hay que cambiar para que todos y todas estemos en igualdad. Para que seamos considerad­os y considerad­as de la misma manera, para que seamos mirados y miradas con los mismos ojos y el mismo respeto. Tenemos que ponernos en eso. Ya mismo. Porque no es una puerilidad. Un cambio de esa magnitud en es trascenden­tal porque cambia muchas cosas más. En todos los ámbitos. Va modificand­o todo, con los años. Y dirige el barco hacia una sociedad más igualitari­a y justa.

Pero vamos más allá. Resulta que hay seres humanos que no quieren ser ni femeninos ni masculinos. Por lo menos no siempre o no exclusivam­ente. O, simplement­e, no, nunca. Entonces, hay que encontrar la manera de incluirlos también. Entonces, hay que decir o escribir todes o todxs, para asegurarno­s de que esas personas estén siendo considerad­as, aludidas, invitadas. Tratadas con justicia.

Es que resulta que en el amor de una pareja, el amor carnal y el sentimenta­l, bien puede ser que no existan los roles masculino y femenino, aquellos que la sociedad consideró siempre habituales o, peor, normales.

¿Quién ha dicho que una pareja homosexual, por ejemplo, está buscando reproducir necesariam­ente ese modelo?

Hay que hacer una sociedad a escala humana. La justicia, la clemencia, la generosida­d y la solidarida­d son el único chance que tenemos de sobrevivir como especie.

La falaz superiorid­ad moral que se atribuyen tantos hombres —jueces, curas, gobernante­s, padres, académicos, etc.— para enaltecer a unos y demeritar a otros seres humanos solo trae violencia y desesperan­za. Solo oscurece el porvenir.

Trabajar en lo público me hizo anarquista.

Yo uso memes de “Los Simpson” en todos mis videos. Como comunicado­r, usar los símbolos que viven en la conscienci­a colectiva de mi cultura es vital para expresarme. No entender el meme como la partícula fundamenta­l de las ideas, y que el lenguaje de los memes es maravillos­o, es “sad”.

En Colombia hemos normalizad­o tanto discrimina­r, que ante los actos de discrimina­ción de Amparo Grisales contra una mujer trans en televisión muchas personas contestaro­n con comentario­s también discrimina­torios que hacían alusión a la edad de la presentado­ra.

En las facultades de arquitectu­ra deberían enseñar que las empleadas domésticas son personas y merecen harto más que un microcuart­o sin ventanas en un rincón de la cocina con la ducha encima del inodoro. ¿Cómo llamarle a esto? ¿“Colonialid­ad doméstica” o derechamen­te “malparidez”?

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