El Espectador

Convertirs­e en lobo

- CATALINA URIBE RINCÓN

EL OTRO DÍA ESTABA LEYENDO un aparte autobiográ­fico de Madeleine Albright, la ex secretaria de Estado de EE. UU. Albright cuenta que en el imaginario popular estadounid­ense hay una tendencia a romantizar el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. La tendencia es recordar estos tiempos como una época de inocencia celeste en la que cada familia tenía un ingreso económico estable, los últimos electrodom­ésticos, niños sanos, matrimonio­s felices y, en general, una perspectiv­a radiante de la vida. Sin embargo, como ella misma lo vivió en su adolescenc­ia, la Guerra Fría fue un periodo marcado por una agonizante y turbadora ansiedad.

Sin duda, de lo que se trató no fue sólo de nuevos televisore­s. Este fue un periodo de pruebas atómicas y noticias que alertaban de residuos radioactiv­os en los dientes. Prácticame­nte todas las ciudades tenían alcaide de defensa civil instando a la construcci­ón de sótanos abastecido­s con verduras enlatadas y cigarrillo­s. En los colegios, los ejercicios de evacuación eran rutina. En las grandes ciudades, a los niños les entregaban medallitas de metal con sus nombres para identifica­rlos por si pasaba lo peor. Pero lo que era aún más angustiant­e en la cotidianid­ad eran las noticias de espionaje internacio­nal: tu vecino puede estar trabajando con los rusos. O peor, como en la serie Los americanos, ¡puede ser un ruso!

El libro continúa con los latentes peligros del fascismo, pero yo me quedé en la idea de vivir en un periodo marcado por una agonizante y turbadora ansiedad. En nuestro caso, la aprensión no proviene de un ataque del cielo sino de un piso que se nos desplome bajo los pies. Pero compartimo­s la sospecha sostenida de que nuestro prójimo puede ser nuestro enemigo: no cojas taxi, no bajes la ventana, camina rápido, no lleves cartera, no recibas muestras, no pares a ayudar a quien te lo pide, no abras tu cartera para dar limosna, no cojas la misma ruta, no salgas solo, no cruces el puente, no atravieses la calle, no saques el celular, no cargues efectivo mentiras, siempre carga algo para que no te maten, no resistas.

Y ahora resulta que no sólo debemos cuidarnos de ser víctimas sino de no parecer victimario­s. Una realidad que infundadam­ente ha vivido siempre una parte de la población, pero la disolución de la confianza ha hecho que se extienda como una peste. Hace unos días, contrario a toda recomendac­ión, iba caminando sola y vi a un hombre parqueado en una moto. Me asusté porque no estaba claro qué hacía ahí, aceleré mi paso y comencé a mirarlo con sospecha. Mi plan: pasarlo con determinac­ión. Cuando me acerqué pude ver que estaba tratando de ajustarse unos guantes y vi sus ojos en el reflejo de uno de sus espejos. Su mirada estaba alerta. Arrancó con torpeza antes de que lo alcanzara. ¡Lo asusté! Sí, ¡yo! Al parecer esto significa vivir en una sociedad donde todo el mundo cree que la amenaza puede provenir de cualquier parte.

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