La Facción
KAREN ABUDINEN VOLVIÓ A SONAR esta semana porque la Procuraduría encontró retrasos alarmantes en otro contrato para la construcción de centros digitales. El hallazgo está relacionado con un negocio suscrito en 2020 entre Mintic y Claro por $ 1,06 billones.
La señora Abudinen no ha dicho ni mu desde su escampadero en Washington, a donde corrió por “motivos personales” (léase “una culebra de $70.000 millones”). Es probable que Abudinen siga el libreto de los pillos de su Facción política: negación, golpes de pecho, fuga (o renuncia a la curul y refugio en la Fiscalía) y orondo aterrizaje en una embajada o en la codirección del Banco de la República.
Recordemos que los centros digitales eran el espinazo del Proyecto 10K, la construcción de 10.000 centros digitales, la gran apuesta de este Gobierno para cerrar dos abismos: los que separan la educación pública de la privada y la conectividad rural de la urbana.
El gobierno anterior (cuyo jefe no era santo de mi devoción) instaló quioscos digitales con equipos, señal de internet y fibra óptica en 9.000 corregimientos del país. El contrato de este programa, Vive Digital, se venció en diciembre de 2018.
Duque y Abudinen pudieron construir sobre lo construido y llevar la cobertura a 19K, pero no renovaron el contrato y dejaron 9.000 corregimientos sin internet desde enero de 2019 para entregarles ese negocio a Cambio Radical, los Char, Emilio Tapia, un hijo de la procuradora y Centros Poblados.
Más de 400.000 niños campesinos quedaron desconectados, un efecto colateral insignificante al lado de un negocio de $2 billones que beneficia a un puñado de multimillonarios y, de paso, borró la huella digital de Santos en esos corregimientos.
Esta mezquindad no es una excepción en la administración Duque, es la regla. El sello de su ruindad. El saboteo al Acuerdo de Paz sigue la misma partitura: el Gobierno y su diabólica Facción torpedean la JEP porque allí se ventilan miles de crímenes que los comprometen. De paso, hacen trizas el Acuerdo y borran el legado del hombre que traicionó al jefe de la Facción. Así, ¿qué puede importarles que vuelvan las masacres y el horror a los campos y que de nuevo estén llenos los hospitales militares?
Otro caso. Unos pintores visitaron a la ministra de Cultura y le expusieron su proyecto. “Los colores y la paz”, digamos. La ministra lo aprobó todo menos el nombre. Ese día los pintores supieron que en el vocabulario del Gobierno hay palabras malditas, vocablos que solo pueden ser escupidos, como en el lema “Paz con legalidad”, una frase que sugiere que la otra, la paz de La Habana, es criminal.
La misma suerte de los quioscos Vive Digital la han corrido muchos otros programas de la cultura, de la implementación del Acuerdo, del apoyo al campesino y al fortalecimiento de la educación y la salud públicas.
Todo, hasta el país, será inmolado en el altar de los intereses superiores de la Facción.
Las explicaciones son delirantes: a los líderes sociales los matan por problemas de faldas. Los niños son máquinas de guerra. La política social conduce al infierno marxista. El que es pobre es porque quiere. Existe una conspiración mundial contra la Facción. Ni la salud ni la educación son derechos fundamentales. El postulado que sustenta este delirio es primoroso: si está en juego el destino de la patria, que se confunde con el de la Facción, ¿qué importa la educación de unos mocosos, la vida de unos soldados o el hambre de 22 millones de colombianos?
Colombia ha tenido facciones sanguinarias y fanáticas, ineptas o corruptas. La Facción es la suma perfecta de estos monstruos.
‘‘Compartimos
(con la Guerra Fría) la sospecha sostenida de que nuestro prójimo puede ser nuestro enemigo”.