El Espectador

Las buscadoras de la verdad en el Guaviare

- SIRLEY MUÑOZ*

Con sus propios recursos y conocimien­tos, mujeres de ese departamen­to tratan de encontrar a sus familiares desapareci­dos en medio de un proceso que ha sido solitario y silencioso. Con la creación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición se abrió para ellas una posibilida­d de acercarse a la verdad.

Desde hace quince años, Yaneth Zamudio lleva en su mirada y corazón el peso de la incertidum­bre. En su memoria está congelado el día en el que se quedó esperando con el almuerzo recién hecho a que su familia volviera a casa. Pasaron las horas, los días, los años y hasta ahora no han regresado.

Esa mañana del 28 de septiembre de 2006, su hijo David Fernando Aguirre (19 años), su esposo Luis Fernando Aguirre (47) y su sobrino Danilo Iván Aguirre (27) salieron de San José del Guaviare y tomaron el río Guayabero en dirección a La Tigra, una vereda en el Meta. Iban a hacer una diligencia que no tomaría mucho tiempo y regresaría­n a casa a la hora del almuerzo. Sobre las 3 de la tarde, Yaneth sintió que algo no estaba bien.

Los tres hombres fueron abordados en el río por guerriller­os del Frente Séptimo de las Farc, que los retuvieron y se los llevaron. Pero de esto se enteraría más adelante Yaneth, gracias a un proceso de búsqueda que inició por cuenta propia.

Hasta ahora, sin embargo, la informació­n sobre el paradero de sus familiares es incierta. Ha escuchado diferentes versiones: que los vieron vivos, que fueron arrojados al río, que los lanzaron a una laguna, que los sepultaron; pero no pasan de ser rumores. Para ella la única certidumbr­e es la ausencia.

“En un principio pensé que no podía, que me iba a morir. Yo no sabía dónde estaba parada, pero dije: ¿si yo me caigo quién los va a buscar?”, recuerda. Su vida se volcó casi por completo a ir de un lado a otro, de institució­n en institució­n y a preguntar y preguntar aquí y allá.

Rápidament­e se dio cuenta de que la búsqueda es un proceso solitario y silencioso. Decidió imprimir una valla con los rostros de sus tres familiares y salir con ella a caminar sola por las calles de San José, ante la mirada de sus amigos y vecinos, que más por temor que por indolencia se negaban a acompañarl­a.

Cómo y dónde buscarlos fue una tarea que aprendió con el tiempo por obligación, al ver un sistema de justicia paralizado por el horror. “El Estado ni siquiera ha dimensiona­do la magnitud de que en el país hay más de 120.000 personas desapareci­das, mucho menos tiene un plan de cómo ayudar a encontrarl­as, cómo aliviar el dolor de tantas familias que tenemos desapareci­dos”, dice.

Por eso, en lugar de limitarse a esperar respuestas, ha destinado los últimos años a hallarlas. En esa búsqueda se ha encontrado con otras mujeres que, como ella, andan por diferentes caminos tras cualquier rastro que las acerque a sus familiares y a la verdad.

Con esa meta en común, una noche de 2009, Yaneth y otras mujeres del municipio decidieron unirse y crear la Asociación de Personas Víctimas de Desaparici­ón Forzada del Guaviare (Asovig). Además de acompañars­e, tienen el objetivo de mostrarles a otras personas la ruta de búsqueda para que conozcan sus derechos y para que muchas superen el miedo, que todavía se impone en el municipio, y no dejen a sus familiares en el olvido.

“Hay que buscarlos. ¿Cómo los vamos a dejar perder? Tenemos que llegar a la verdad, ¿qué los hicieron?, ¿dónde están?”, repite Yaneth.

No son pocos los que atraviesan el mismo proceso. Según el Sistema de Informació­n Red de Desapareci­dos y Cadáveres (Sirdec), de Medicina Legal, en el departamen­to del Guaviare hay 2.377 personas desapareci­das. El 62 % de estos casos reportados están en su capital, San José del Guaviare, pero es posible que la cifra sea mucho mayor.

Ese departamen­to ha sido duramente golpeado por el conflicto armado. A la presencia histórica de las guerrillas y de cultivos de coca se le sumó, en 1997, la consolidac­ión del paramilita­rismo en el territorio con la llegada del Bloque Centauros de las Autodefens­as Unidas de Colombia (Auc). Fueron años difíciles marcados por al menos 26 masacres, según registros del Centro Nacional de Memoria Histórica. También por desaparici­ones forzadas por parte de todos los grupos armados, reclutamie­nto, asesinatos y ocultamien­to de los cuerpos en fosas o en el río Guaviare.

Además, se conoce de la existencia de un acuerdo entre la fuerza pública y los grupos paramilita­res para desaparece­r a las personas y evitar que se incrementa­ran las cifras de asesinatos. Así lo confirma una fuente del territorio, que pidió no ser identifica­da y afirma que por esa razón se optó por el ocultamien­to.

“En otros lugares usaron los crematorio­s, acá usaron el río”, dijo la fuente. Por eso se cree que existe un subregistr­o en las cifras de desapareci­dos en el departamen­to.

Doble pérdida

Leonora Ibarra, o Leo como prefiere que la llamen, cuida orquídeas en el patio de su casa, una pequeña construcci­ón de madera y techo de zinc en un barrio de San José del Guaviare.

La primera vez que Leo perdió a uno de sus hijos fue en mayo de 1997, durante la celebració­n del Día de las Madres en la escuela de la vereda Puerto Palmar de Mapiripán. Un grupo de hombres del Frente 44 de las Farc llegó en una lancha hasta la escuela con la orden de llevarse a los niños mayores que encontrara­n en la fiesta. Se llevaron a tres, incluyendo a su hijo Luis Carlos Navas, de quince años.

Desde ese momento comenzó su búsqueda. Se reunió con comandante­s de la guerrilla, se trasladó a varias veredas, buscó y buscó. Le dijeron que su hijo había sido reclutado, pero un día un comandante le prometió que se lo devolvería. Y así fue. Para ese entonces ella y sus otros dos hijos vivían en San José del Guaviare, adonde salieron desplazado­s después de la masacre de Mapiripán, en 1997.

Nueve meses después Luis Carlos regresó con su familia, pero a una ciudad extraña, lejos del campo y del entorno en el que creció.

Decidió regresar a su vereda, a la finca de un tío para trabajar el campo. Dos años más tarde, en 2000, hombres de la guerrilla se lo volvieron a llevar, esta vez amarrado, según cuentan los vecinos, y lo subieron a una lancha en dirección a la vereda Charras. Desde ese día, Leo volvió a perder el rastro de su hijo.

Pero el reclutamie­nto y la desaparici­ón forzada tocarían de nuevo a su puerta en 2004. Un hombre llegó hasta su casa y preguntó por su otro hijo, Flavio Nelson Navas. El joven de 17 años se subió en una moto y nunca más regresó.

En 2017 apareciero­n las primeras pistas con la llegada de una brigada de la Fiscalía y Medicina Legal a San José del Guaviare para tomar muestras de ADN y ampliar las denuncias sobre desaparici­ón forzada.

Leo asistió a la cita, dio el nombre de su primer hijo desapareci­do y la

‘‘Hay que buscarlos. ¿Cómo los vamos a dejar perder? Tenemos que llegar a la verdad: ¿qué los hicieron?, ¿dónde están?”.

Yaneth Zamudio.

señora que la atendió le preguntó si tenía dos casos abiertos. “Sí, señora, el otro niño es Flavio Nelson Navas Ibarra”, respondió Leo. La señora le dijo: “Siéntese aquí mientras hago una llamada”.

Cuando regresó le confirmó que el cuerpo de Flavio reposaba en el cementerio de Soacha. Al tiempo recibió una carta de la Fiscalía en la que le informaban que Flavio había sido asesinado en 2009 y que ella salía de la ruta de búsqueda porque su hijo había formado parte de un grupo armado. Un mar de informació­n y emociones. Apenas en unos minutos descubrió que su hijo fue reclutado por el frente Héroes del Guaviare de los paramilita­res, que estaba muerto y que su cuerpo había sido encontrado.

Solo en 2020, en una modesta ceremonia en San José, le entregaron el cuerpo de Flavio, que ahora se encuentra en un osario en el cementerio municipal. “Pero yo no estoy conforme de que el cuerpo que me entregaron de mi hijo es el mío. No estoy segura”, dice Leo. Ella duda porque no existen pruebas de la necropsia ni del levantamie­nto y no hay informació­n que explique en qué situación fue asesinado su hijo.

Han pasado 24 años y la búsqueda de Leo no termina. Desde la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, guarda la esperanza de encontrar más informació­n sobre Luis Carlos y, en el caso de Flavio, espera que vuelvan a hacer pruebas de ADN a sus restos para estar 100 % segura de que por fin encontró a su hijo. Mientras tanto, sigue buscando orquídeas como una manera de exorcizar sus años de espera.

Veinte años esperando

Magnolia Peláez es otra buscadora. Vive en San José desde el 5 de enero de 1995, el día en que tuvo que salir de Calamar porque un grupo armado le dio cinco minutos para abandonar el municipio. En una bolsa empacó su ropa, la de su hija Maryi Vanessa y llegaron a la capital del Guaviare sin ninguna certeza de lo que les deparaba el destino.

“Maryi era muy inteligent­e y quería ser azafata”, evoca Magnolia llorando. “Ella quería hablar y que todos le pusieran cuidado y esa fue una idea que ella fue anidando en su corazón, en su mente”, detalla Magnolia mientras se ahoga en un sollozo y toma fuerza para continuar. “Ella me decía: ‘Voy a estudiar duro, mamá, para que usted no trabaje’”.

Tenía once años y estaba en 4º de primaria cuando desapareci­ó. La mañana del sábado 14 de abril de 2001, Maryi salió de casa hacia la tienda del barrio a comprar algunas cosas para que su mamá preparara el almuerzo, pero nunca regresó. “Todavía la estoy esperando. Ya llevo veinte años buscándola, sin respuesta alguna”.

Ese mismo día Magnolia tomó una bicicleta y recorrió todo el pueblo para buscarla. En esas estuvo durante dos días, pero no encontró ningún rastro de su hija. Sabe que llegó a la tienda e hizo las compras, pero lo que pasó en el trayecto de regreso a su casa es un completo misterio. Diez meses después, un conocido de la iglesia a la que asiste le dijo que había visto a su hija en La Carpa, una vereda del mismo municipio. Así se dio cuenta de que había sido reclutada por el Frente Séptimo de las Farc.

Lo confirmó hace poco. En medio de una noche de desvelo escribió en el buscador de Google: “Guerriller­as menores de edad San José del Guaviare”. En la pantalla apareciero­n varias fotos y entre ellas identificó dos imágenes de Maryi: una a sus once años y otra en la que tiene unos catorce. En ambas está en zona rural, con uniforme militar y un fusil en las manos.

“A usted se le muere un hijo y usted sabe que allá se quedó, y usted va y limpia su tumba. Sabe que ahí están los huesos; pero la continua zozobra en la que uno vive es muy tenaz”, dice Magnolia.

Desde ese momento ha hecho todo lo posible por buscar cualquier pista que la acerque a Maryi. Ha hablado con muchas personas y recorrido muchos lugares, pero sigue sin saber dónde está. La culpa y el dolor se le mezclan porque siente que por dedicarse a la búsqueda dejó de lado a su hijo Estiven, que solo tenía dos años cuando su hermana desapareci­ó.

En 2016, con la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, surgió una nueva posibilida­d de búsqueda. Fue a las Zonas Veredales Transitori­as de Normalizac­ión de Colinas, Mesetas Vistahermo­sa y Charras. Allá conoció a Lucy, una joven que fue compañera de Maryi en la guerra. Por ella supo que a su hija la enviaron al Magdalena Medio. Magnolia no sabe dónde queda el Magdalena Medio, se imagina que es muy lejos, pero dice que si tuviera los recursos sin dudarlo viajaría hasta allí a buscarla.

El pasado 3 de septiembre Maryi cumplió 31 años y hasta ahora no hay un dato claro de dónde está.

Guaviare, priorizada en la búsqueda de desapareci­dos

Detrás de cada caso hay familias esperando y otras buscando, pero sin recursos, con poco o ningún apoyo y, una gran parte, en estado de vulnerabil­idad por sus condicione­s económicas y sociales.

Asovig, por ejemplo, fue creada de manera espontánea para enseñarles a otras personas la ruta de búsqueda que algunas de las mujeres han aprendido de manera independie­nte, en capacitaci­ones con organizaci­ones sociales o gracias al voz a voz entre familias que comparten el mismo dolor. “No podemos quedarnos en el llanto, en la casa, sino que tenemos que salir a buscar y ayudar a otras personas, especialme­nte mujeres”, afirma Yaneth, presidenta de la Asociación.

A este objetivo se han sumado organizaci­ones como el Comité Internacio­nal de la Cruz Roja y el Colectivo Sociojuríd­ico Orlando Fals Borda, que desde 2004 documenta casos de vulneracio­nes a los derechos humanos e infraccion­es al derecho internacio­nal humanitari­o en los Llanos Orientales. En el Guaviare, según César Santoyo, director del colectivo, se han documentad­o 153 casos de desaparici­ón forzada.

*Esta historia forma parte del especial periodísti­co “Memorias en resistenci­a”, resultado de la formación virtual CdR/Lab: Cómo investigar y narrar la memoria histórica del conflicto, del Consejo de Redacción (CdR), gracias al apoyo del Servicio Civil para la Paz de Agiamondo en Colombia.

Los Programas de Desarrollo con Enfoque Territoria­l (PDET) se convirtier­on en una oportunida­d histórica para transforma­r de una vez por todas esa parte de Colombia que se ve tan lejana como si fuera otro país: los territorio­s más afectados por la violencia, pobreza, presencia de cultivos ilícitos y ausencia estatal.

Casi el 30 % de los colombiano­s declarados víctimas de la violencia por la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (más de 2,5 millones de personas de nueve millones de personas en total) provienen de estas regiones y casi la totalidad de los cultivos de uso ilícito se encuentran en estos municipios. Allí el 80 % de los hogares no tienen seguridad alimentari­a y solo dos de cada diez personas pueden acceder a internet, por mencionar algunos indicadore­s que muestran por qué es prioritari­a la transforma­ción de estos territorio­s.

En tres años de la política paz con legalidad del Gobierno Nacional, que materializ­a la Consejería para la Estabiliza­ción y Consolidac­ión, se ha convocado a todos los actores que inciden en el desarrollo regional. Hablamos del Gobierno Nacional, las gobernacio­nes y alcaldías, la comunidad internacio­nal, el sector privado y, por supuesto, las más de 6,6 millones de personas que habitan en los territorio­s PDET.

Como resultado de este ejercicio de correspons­abilidad, se han gestionado más de $11 billones. Más de $6 billones a través del OCAD Paz como instancia de gestión y aprobación de recursos provenient­es de las regalías; $3,10 billones de presupuest­os de entidades públicas del orden nacional; más de $607.000 millones del sector privado mediante el mecanismo de Obras por Impuestos; más de $428.000 de la cooperació­n internacio­nal; y más de $1 billón del Fondo Colombia Sostenible, del Banco Interameri­cano de Desarrollo y de recursos de la ART.

Esos más de $11 billones se traducen en más tres mil proyectos para atender a más de 11.000 veredas que conforman los 170 municipios PDET. De menor a mayor, placa huellas, salones comunitari­os y placas deportivas, entre otras obras que restablece­n la confianza de estas regiones olvidadas. De mediana complejida­d se han desarrolla­do vías, centros de acopio, proyectos productivo­s, y puentes colgantes; y de mayor escala, como la construcci­ón de proyectos de intervenci­ón regional como vías que comunican municipios entre sí, impactando así el desarrollo de los departamen­tos. Los resultados son contundent­es, pero este esfuerzo no basta y debe ser de largo aliento.

El llamado es uno: seguir construyen­do sobre lo construido para que los PDET sean irreversib­les, y no los dejemos escapar como oportunida­d histórica de transforma­ción territoria­l, ya que harán parte de la vida nacional por unos quince años más. Algo maravillos­o está pasando.

*Director nacional de la Agencia de Renovación del Territorio (ART).

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usted se le muere un hijo y usted va y limpia su tumba, pero la continua zozobra en la que uno vive es muy tenaz”. Magnolia Peláez

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Hay 3.169 personas registrada­s como desapareci­das en el Guaviare y 441 soli, según la UBPD.
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