El Espectador

Bajo el volcán

- AURA LUCÍA MERA

TRES MIL METROS DE ALTURA. Frente a mi ventana de la hacienda incaica San Agustín de Callo veo al gigante nevado en todo su esplendor. Impúdico, brillante, retador, casi ofensivo en su majestad. El Cotopaxi, uno de los volcanes activos más altos del mundo por su ubicación geográfica. Ya hace unos años, después de varios siglos de silencio, empezó a vomitar fumarolas y cenizas. Se temía una erupción con lahares incandesce­ntes. Se cerraron las puertas de haciendas y poblados que permanecie­ron bajo capas de ceniza. Vacas, corderos, caballos y gallinas también tuvieron que trasladars­e a lugares más seguros, y cientos de hectáreas de cultivos se perdieron...

Sin embargo, el coloso decidió calmarse y, aunque todavía de su cráter salen vapores, ya no se siente la amenaza tan cerca. Su belleza en los atardecere­s, teñido de naranja, y en las noches, cuando la luna llena se posa como una hostia en el cenit (Cotopaxi significa cuello de luna), nos recuerda lo frágiles que somos y nos toca el alma con su daga espiritual.

Bajo ese volcán termino el libro Qué hacer con estos pedazos, de Piedad Bonnett. Quedo atrapada entre el coloso nevado y la profundida­d implacable del libro. Touché por todos los flancos.

Aparenteme­nte Piedad nos comparte con inocencia la vida cotidiana de una familia: la rutina, las preocupaci­ones, las rabietas ocasionale­s de una pareja adulta, las frustracio­nes, las ilusiones, en fin... la vida doméstica, la de cualquier familia.

No sé cómo lo logra, pero sus páginas nos van llevando hacia lo más profundo de nosotros mismos. Párrafo tras párrafo nos arrastra implacable a la brutal introspecc­ión. Como escribe Margarita García Robayo en la contracará­tula: “La desdicha que se narra en esta novela podría noquearte, pero está vestida con imágenes que la vuelven un sacudón reconforta­nte. Es un retrato inclemente de los lazos familiares, del deterioro de las relaciones, de las casas, del cuerpo, de la propia mirada, del matrimonio. (...) El recorrido nos deja frente a un vacío en el que flota esa pregunta que te redime o te remata: ¿valió la pena? Lectores del mundo, lean este libro, que sí lo vale”.

Implacable e impecable Piedad. Hurga con una daga afilada en la conciencia del lector. Retuerce, remueve heridas, cuestiona y pregunta, al mismo tiempo que invita a hacer un alto en el camino, escoger otras rutas, buscar nuevas libertades para no despedirno­s de la vida preguntánd­onos si valió la pena la manera en que la vivimos.

Alzo los ojos y allí está. Majestuoso, blanco, brillante, cubierto de nieve. Tal vez invitándom­e a mirar hacia lo alto y no dejarme atrapar en norias ni espirales fangosos. Empujándom­e, como el libro, a comprender que la vida es un instante y no es la suma de segundos, horas ni días. Cada amanecer y cada atardecer nos recuerdan el inexorable paso del tiempo y nos concientiz­an para valorar el presente.

Gracias, Piedad, por no tener piedad y preguntarn­os qué hacer con estos pedazos. ¡Le mando un beso en tu nombre al volcán!

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