El lejano Oeste
EN TÉRMINOS GENERALES, EN COlombia tenemos un Código Penal bien estructurado y compatible con los principios de un Estado de derecho. Hay, sin embargo, algunas normas difíciles de explicar fuera del país, como la de la llamada legítima defensa privilegiada que autoriza al morador de una vivienda a usar la violencia —incluso mortal— contra quien de manera indebida penetre en ella, sin necesidad de demostrar que están dados los requisitos propios de una legítima defensa.
¿Cómo es posible —preguntan asombrados los penalistas alemanes o españoles— que se privilegie el derecho de propiedad sobre el de la vida? Es que en Colombia —intentamos argumentar— tenemos unos elevados índices de inseguridad y los ladrones recurren con cada vez más frecuencia al uso de la violencia para cometer sus crímenes. ¿Pero acaso —insisten los colegas europeos sin ocultar su perplejidad— el Estado no tiene la capacidad de prevenir la proliferación de esa clase de delitos? Ante esta pregunta el margen de respuesta es cada vez menor y el
‘‘Los
casos de justicia por propia mano ponen de presente no solo la incapacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos, sino la falta de confianza en las autoridades”.
proyecto de ley de seguridad ciudadana que el Gobierno acaba de presentar lo deja en evidencia; en él no solo se revive una antigua norma que permite al morador reaccionar de manera ilimitada contra quien penetra sin permiso a la vivienda o intenta hacerlo, sino que extiende esta autorización a los casos en que dichas conductas ocurran en locales comerciales o vehículos.
Aunque el creciente número de casos de justicia por propia mano inquieta como señal del aumento de la delincuencia, lo más preocupante es que pone de presente no solo la incapacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos de esa clase de agresiones, sino la falta de confianza en las autoridades. Cuando se esperaba que el Gobierno adoptara medidas tendientes no solo a la represión de los delitos sino, sobre todo, a su prevención, lo que hizo fue impulsar una ley en la que, al autorizar a los ciudadanos defenderse como puedan frente a los ladrones, reconoce su ineptitud para hacerse cargo de la situación. La buena noticia es que dispondremos de una respuesta tan convincente como vergonzosa cuando en Europa nos pregunten de nuevo cómo es posible que tengamos una norma que autoriza la legítima defensa presunta: porque el Estado no está en condiciones de cumplir uno de los mandatos tan bellamente consagrados en el artículo 2 de nuestra Constitución y que consiste en proteger la vida, honra, bienes, creencias y demás derechos de los ciudadanos.
Cuando en los tiempos de Turbay se expidió un Estatuto de Seguridad y Colombia empezaba a llamar la atención de organismos internacionales por la proliferación de violaciones a los derechos humanos, resultaba estimulante ver que un grupo de intelectuales y políticos levantaban sus voces en contra de esa forma de gobierno y propugnaban por la defensa de los principios que caracterizan un Estado de derecho. Lo más sorprendente de la situación actual es que entre los candidatos a candidatos a la Presidencia de la República no haya quien rechace con vehemencia este tipo de proyectos de ley ni haga propuestas concretas para garantizar que el Estado recupere su capacidad de salvaguardar los derechos de sus ciudadanos.