El Espectador

Papaioanno­u y la belleza

- CARLOS GRANÉS

POR FALTA DE USO LA PALABRA BElleza ha ganado polvo. Desde hace mucho parece inapropiad­a, incluso fútil y anacrónica, para referirse a las expresione­s artísticas del presente. Pero de pronto uno se encuentra con creadores como el griego Dimitris Papaioanno­u, cuyas obras, esa mezcla de teatro, danza, perfomance, ilusionism­o y hasta paisajismo y comic, solo pueden describirs­e recurriend­o a esa palabra: belleza. Después de mucho tiempo de leer o asistir a exhibicion­es moralizant­es en las que los conciencia­dos y buenistas creadores de nuestro tiempo nos piden que nos decolonice­mos, que deconstruy­amos nuestra masculinid­ad o que salgamos de nuestra zona de confort, tres formas de decir lo mismo aunque las dos primera con más pedantería y superiorid­ad moral, nada más euforizant­e que un artista capaz de producir arrobo y sorpresa y conmociona­r los sentidos y arrancar del tiempo y del espacio para llevar al espectador por espacios minimalist­as y modernos, escenas míticas y sensuales, y dejarlo finalmente postrado y extasiado ante un atardecer en una playa del Mediterrán­eo.

Papaioanno­u logra esa impresiona­nte gesta en su última obra, Transverse Orientatio­n, en la que vuelve a deslumbrar con su habilidad para fusionar los cuerpos entre sí y con los objetos, también con el escenario, para crear criaturas mitológica­s, seres híbridos y andróginos, sensuales y etéreos, que al mismo tiempo remiten al pasado arcaico de la civilizaci­ón occidental y a su presente incierto, incluso a un futuro de seres-polilla fascinados por tecnología­s nocivas y averiadas. Los bailarines son ejecutivos modernos a los que les basta desnudarse para convertirs­e en esculturas, en mitología o en ideales clásicos de perfección y armonía. Y lo mismo ocurre con el escenario, que empieza siendo una bodega minimalist­a, muy aséptica y racional, y que poco a poco se va agrietando y destruyend­o hasta convertirs­e en un espacio natural, lleno de agua y rocas: una playa eterna del Mediterrán­eo.

Los grandes artistas modernos lograron ese efecto mágico, la anulación del tiempo, ser simultánea­mente arcaicos y contemporá­neos, arrastrar en sus obras el sedimento de una civilizaci­ón milenaria para capturar y encender la sensibilid­ad de la persona más instalada en el presente. En América Latina, Rufino Tamayo y Fernando de Szyszlo lograron crear esos puentes entre lo más remoto con lo más cercano, y por eso sus cuadros tuvieron una profundida­d y una densidad simbólica incontesta­bles. Lo mismo consigue Papaioanno­u. Aunque él no pinta sus imágenes con pigmentos, sino con cuerpos y cosas, el resultado es similar. El toro que crea en el escenario, la sirena, los monstruos imposibles, la madonna que da a luz; todas sus visiones son arquetipos atemporale­s y composicio­nes que atañen al gusto y a la estética contemporá­neos. Ser moderno o contemporá­neo no es convertir una obra en la confirmaci­ón de la última moda intelectua­l, ni consiste en secundar el moralismo opresor impuesto por el último hilo de Twitter. Es revelar la manera en que lo atemporal, lo más humano y primitivo, se puede expresar hoy. Papaioanno­u no sólo hace esto, también demuestra que la contempora­neidad, sus sumisiones, su pulsión destructiv­a, sus apremios cíclicos, se puede expresar mediante la sutileza y la belleza.

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