Ese otro virus (un recorderis)
HACE YA ALGUNOS AÑOS, UN AMIgo muy joven todavía intentó suicidarse. Unas horas antes había recibido la noticia de que era positivo para VIH. Aunque había pasado ya más de un cuarto de siglo desde que se hiciera la primera descripción clínica del sida (AIDS) —de la que se están cumpliendo en 2021 40 años—, mi amigo todavía temía el rechazo de su familia, la discriminación social y el deterioro de su vida cotidiana. En efecto, como tantas enfermedades contagiosas asociadas a la “peste” —la lepra, la sífilis—, el sida trajo consigo en sus inicios —y a veces todavía hoy, infortunadamente— un estigma que era doble: el que causaba el miedo al contagio y el que recayó sobre la comunidad homosexual, considerada entonces el mayor grupo en riesgo.
Uno de los libros más iluminadores sobre lo que rodeó durante mucho tiempo al sida, que en realidad “es el nombre de un cuadro clínico cuyas consecuencias forman todo un espectro de enfermedades”, lo escribió Susan Sontag bajo el título El sida y sus metáforas. Allí analiza que, así como durante muchos años se creyó que el cáncer debía ocultarse por ser considerado, absurdamente, un mal vergonzoso, el sida llevó a los contagiados a mantener su mal en secreto. ¿Por qué? Porque, al comprobarse que los primeros contagiados fueron varones homosexuales, “la enfermedad (hizo) brotar una identidad que podría haber permanecido oculta para los vecinos, los compañeros de trabajo, la familia, los amigos”. El puritanismo, el prejuicio y la ignorancia hicieron que muchos de los diagnosticados vivieran su mal como una culpa. Era 1988 cuando Sontag escribió: “Una enfermedad infecciosa cuya vía de transmisión más importante es de tipo sexual pone en jaque, forzosamente, a quienes tienen vidas sexuales más activas y es fácil entonces pensar en ella como un castigo (…) puesto que lo que se señala como mayor peligro no es la ‘promiscuidad’ sino una determinada ‘costumbre’ considerada contra natura”. Durante años, a la rabia, el miedo y la depresión, los enfermos de sida —como los enfermos mentales— tuvieron que añadir el ocultamiento, por temor a perder un trabajo, no ser admitidos en las universidades o tener problemas a la hora de migrar, aunque estas prácticas no fueran legales.
Por fortuna las cosas han cambiado. El VIH —como se le llama al virus que causa el sida— ya no es considerado mortal y, gracias a la ciencia, los que portan el virus pueden vivir una vida con calidad. Pero no todo es como quisiéramos. Sobre el sida ya casi no hay campañas educativas y de prevención. La pandemia impidió que muchos recibieran la atención médica necesaria. En Colombia, según el informe de ONUSIDA de este año, en 2020 hubo 9.300 casos nuevos y 3.000 muertes asociadas a la enfermedad. Y algo grave: por miedo, se sigue ocultando la enfermedad o muchos no se hacen pruebas. De ahí la importancia de que el 1° de diciembre se celebre el Día Mundial de la Lucha contra el Sida. Porque este no es una condena. Lo testimonia mi joven amigo, por fortuna sobreviviente, que con los necesarios cuidados tiene hoy una vida plena.
Al oído de la alcaldesa. En dos restaurantes muy conocidos a los que entré esta semana, nadie estaba pidiendo carné de vacunación. Y como esos, me imagino muchos…