Tras el desastre
MUCHOS ESCRITORES NOS HAN mostrado cómo momentos posteriores a un desastre se usan para implementar de manera rápida reformas neoliberales. Esto implica que de los desastres se hace plata, pues en medio de la crisis actores privados son presentados como necesarios para el “éxito” de la reconstrucción. Así, el llamado “capitalismo del desastre” es una nueva fase en la que ha entrado el mundo contemporáneo donde decisiones polémicas (como la privatización de servicios públicos) e injustas (como la reubicación a las malas de poblaciones sin mucho margen de maniobra) se presentan como elecciones técnicas calculadas en nombre del Estado y el bien común.
El fenómeno se vuelve más común en medio del calentamiento global. Con miras a la adaptación, que busca limitar los riesgos derivados del cambio del clima, se llevaron a cabo políticas que enriquecieron a unos y perjudicaron a otros en ciudades como Nueva Orleans, tras el huracán Katrina, o tras graves ciclones en países del Caribe, como Guyana. Pese a que, como todo, el mentado capitalismo del desastre no es una fórmula y depende del contexto, podría decirse que en Colombia hay ejemplos casi perfectos. Uno importante es el de la adaptación de Buenaventura.
Distintas entidades gubernamentales han señalado que la ciudad “se ubica en el primer lugar en materia de concentración de desastres por eventos relacionados con variabilidad y cambio climático en el Valle del Cauca”. De esta forma, intervenciones en el puerto coincidieron con proyectos de adaptación y reducción de la vulnerabilidad. Ambos proyectos coincidieron con (y dependieron de) una andanada de violencia paramilitar. Los ejércitos privados y varios inversionistas se beneficiaron por montón. La población más vulnerable fue desplazada y perdió la vivienda, el sustento (muchas son comunidades de pescadores) y al ser reubicados en ciudadelas fuera de la ciudad perdieron también los lazos y las oportunidades escolares. Algo quedó registrado en el informe “Un puerto sin comunidad”, que en 2015 recogió las investigaciones del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Los proyectos de infraestructura continuaron. “Dentro del proyecto de expansión portuaria de Buenaventura”, denunció la defensora de derechos humanos Yancy Castillo en 2017, “se incluye la construcción de 17 megaproyectos que comprometen el 80 % de los territorios habitados por la comunidad mayoritariamente afrodescendiente”. “Según los ciudadanos”, añadió, “se desatarán oleadas de violencia para sacar a la gente de sus lugares de vivienda”. En oposición a estos y otros tantos procesos de despojo se forjó el paro cívico de Buenaventura, que tuvo que bloquear las carreteras para pactar unos mínimos. Lo que está en juego, además de que unos pierden y otros ganan, es la pregunta por quién es considerado ciudadano.
Noticias desde San Andrés nos anuncian que hay que fijar la mirada sobre las islas ante la amenaza de situaciones similares. Desde comienzos de noviembre, el abogado Miguel Ángel Castell y el líder de la Cooperativa de Pescadores de Providencia, Édgar Jay, han venido recibiendo amenazas de muerte. Ambos han trabajado en la defensa de los derechos de la comunidad raizal, en particular a lo largo del proceso de reconstrucción y adaptación tras la destrucción que dejó el huracán Iota hace un año. Además de irregularidades en la contratación de obras y las tardanzas extraordinarias que tienen a familias en situaciones difíciles, la reconstrucción despierta temores de desplazamientos y pérdidas en la población raizal que ha tenido que defender sus territorios a pulso durante décadas. Castell y Jay han sido también parte de protestas en torno a la construcción de una base guardacostas por parte de la Armada Nacional. Las amenazas, comenta Castell, surgen a raíz de la “recuperación del territorio ancestral”.