El Espectador

La riqueza biológica y cultural que esconde Boyacá

- DIEGO QUICENO MESA jquiceno@elespectad­or.com @juandiegom­q

Muchos conocen a este departamen­to como un lugar para hacer turismo en pueblos coloniales, pero pocos saben que tiene un punto apreciado por científico­s: la Serranía de las Quinchas. Desde hace dos años, biólogos y comunidade­s lo incluyeron en un proyecto de expedicion­es para encontrar plantas y hongos útiles para Colombia. Los acompañamo­s en una travesía.

La madera se ha concebido en Colombia de una manera un poco errada. Hay muchos países que manejan sus recursos forestales de una manera más eficiente.

››Hay una preocupaci­ón, y es que a veces el conocimien­to se está quebrando con el paso de una generación a otra, pues los saberes están concentrad­os en las personas mayores.

La comida es el centro, el corazón de cualquier estrategia de conservaci­ón, de uso y de manejo; la comida nos permite integrarno­s, relacionar­nos y comunicarn­os; la comida es la excusa para gestionar el territorio, dicen los expertos.

‘‘En el país se han hecho muchas expedicion­es biológicas y algunas han tenido en cuenta los usos, pero no una tan grande como esta”.

Judith Damián levanta los brazos en la cima del cerro La Imagen y exclama, abarcando toda la Serranía de las Quinchas: “Yo digo que en la vida cada ser humano sale para algo. Yo no he conocido más que montaña. He vivido más de treinta años ahí, pegada a la Serranía. Salía uno al monte y mi papá cortaba una planta y la llevaba para el almuerzo”. Tiene 42 años. Ha pasado 34 de ellos caminando por estas tierras de Otanche, Boyacá, viviendo en el corazón del cerro Morrocoy, cuidando los linderos que separan su finca de la selva total.

Se sabe los caminos que atraviesan la Serranía, que serpentean sobre el margen derecho del río Magdalena, a 270 metros sobre el nivel del mar (msnm), y suben hasta alcanzar los 1.450 msnm que tiene las Quinchas en sus picos más altos. “Estamos ocupando los caminos por los que hasta hace un tiempo se sacaba madera”, comenta, señalando alguno de los senderos fangosos por los que va guiando. Detrás de su figura menuda, en fila india y sin perderla de vista, un grupo de biólogos la siguen. Sí ella para, todos miran al cielo.

“Esta se puede comer, solo hay que cocinarla en agua”, dice convencida, tocando suavemente alguna hoja. Hace dos años se unió a una expedición liderada por el Instituto Humboldt y el Real Jardín Botánico de Kew, del Reino Unido. Desde entonces recorre la Serranía fungiendo como coinvestig­adora, compilando junto a los biólogos los conocimien­tos de su identidad e historia. Ese saber que le indicaba a su papá, y ahora a ella, qué planta coger para hacer un hogao o para tratar un dolor. Qué plantas eran útiles.

“En el país se han hecho muchas expedicion­es biológicas y algunas han tenido en cuenta los usos, pero no una tan grande como esta. Esta expedición, llamada Plantas y hongos útiles de Colombia, es pionera a esta escala”, explica Mónica Flórez, bióloga del Instituto Humboldt, quien se especializ­a en Etnobotáni­ca, el estudio de las relaciones que existen entre las plantas y los hombres. Un vínculo que, por supuesto, pasa en este caso por la utilidad, saber cómo usan las comunidade­s sus recursos, pero no se queda ahí, va mucho más allá.

“Son comunidade­s que llevan mucho tiempo habitando los bosques cercanos, de donde sacan todos sus recursos. Tienen una relación muy interesant­e que no solo se limita a nombres comunes o usos, también a entender, por ejemplo, cuándo florece una planta, cuál es su productivi­dad o con qué animales está asociada. Es una relación profunda”, dice Flórez. Cuando doña Judith señala la planta y su utilidad, que puede ser de alimento, medicina, ornamentac­ión o incluso como algo que dota de identidad, surge un intercambi­o de conocimien­tos que acerca a los saberes académicos y tradiciona­les.

Se determina su nombre científico, de qué familia viene, si es endémica o se encuentra en otras zonas de Colombia. Se anotan descripcio­nes en un cuaderno, se observa color, frutos (si hay), tallo y otras cualidades. “Estamos todos en una selva, en jornadas extensas que a veces comienzan a las 5:00 a.m. y terminan a las 11 o 12 de la noche; que a veces duran unos cuatro o cinco días seguidos”, dice Flórez, “nos pica lo mismo, nos da sol igual. No hay jerarquía”.

Tras unos minutos de contemplac­ión, el equipo de biólogos corta la planta y la introduce en una bolsa de muestra. Así se hará con tres ejemplares, destinados a estudios y coleccione­s en el Humboldt y en el Real Jardín Botánico de Kew; otra más podría quedarse en Otanche. Alrededor de 700 especies de plantas, con sus respectivo­s detalles biológicos y usos comunes, han detenido las expedicion­es en la Serranía de las Quinchas, en Boyacá.

Setecienta­s, repite Mónica, en dos años, el tiempo en el que se ha desarrolla­do el proyecto. Los pasos dados durante estos meses abarcan apenas retazos de las 21.226 hectáreas que conforman este bosque, una transición de la cordillera Oriental hacia el valle del Magdalena, el hogar de flora y fauna endémica de Colombia, una de las últimas zonas de selva húmeda tropical bien conservada­s del país. 700 especies, insiste Mónica, muchas más que las que habitan en la totalidad del territorio de algunos países europeos.

“Esa riqueza biológica fue una de las razones por las que escogimos a Otanche y a las otras dos localidade­s de este proyecto”, explica Flórez. En Becerril, en el departamen­to del Cesar; y en Bahía Solano, en el Chocó, se han llevado a cabo procesos similares al descrito aquí. Pero esta no fue la única razón, agrega la bióloga, “todos estos son lugares diversos e importante­s culturalme­nte hablando, con comunidade­s activas que utilizan sus recursos”.

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A don Coco le dicen así porque de niño tuvo en su cabeza, él solo, una epidemia de piojos. Cuenta, con una sonrisa que se esconde tras un bigote negro caoba, que después de intentarlo todo su familia prefirió cortar, de un tajo y para siempre, el problema. “Sin pelo, me veía como un coco”. No siempre va a las expedicion­es de las que su esposa Judith participa con biólogos, pues se cansa de mantener el paso lento que a veces esa tarea requiere.

La despacha con un par de hojas de nacumas guisadas con hogao y huevos; la recibe con sudado de gallina. En la cima del cerro La Imagen, en la vereda San Pablal, a casi tres horas del centro urbano de Otanche, señala a la Serranía. “De acá salíamos con la madera, cuando se podía cortar, cuando se podía hacer algo”, recuerda, “y vea, dicen que era malo pero mire cómo está, todo lleno de árboles. Y los peladeros, por allá”, apunta al río Magdalena. El 16 de diciembre de 2008 la Serranía de las Quinchas fue declarada parque natural de Colombia.

El tiempo para Judith, Coco y sus vecinos pareció detenerse justo en esa declarator­ia. Estuvo y está desde entonces prohibido hacer lo que siempre han hecho para vivir: cortar madera. “Es como si alguien llega a su casa y le dice que la cambie toda y para ya”, dice Coco, “¿y que más sabía hacer uno? A uno lo levantaron haciendo esto. Hoy sobrevivim­os, como dicen por ahí, de milagro. Ni sabemos cómo”.

“La madera se ha concebido en Colombia de una manera un poco errada. Hay muchos países que manejan sus recursos forestales como la madera eficientem­ente. Desde que se conozca la especie del árbol, desde que se respeten los ciclos, se podría aprovechar”, dice Mateo Fernández Lucero, biólogo y botánico del Instituto Humboldt.

Hay especies de árboles que demoran hasta 200 años en crecer, pero hay otros que lo hacen en quince años.

“Sin embargo, hay productos no maderables derivados de la diversidad de estos sitios, y la idea de este proyecto es abrir los ojos hacia ellos, lograr que las personas de estas zonas alejadas tengan ingresos económicos y un medio de vida”, dice Lucero. Enumera ejemplos: colorantes extraídos de la jagua, fibras, tintes, alimentos basados en frutos como el níspero, en hojas como las nacumas, las sápiras, las mámiras o las iguacayes, desconocid­as en la práctica para todos, exceptuand­o quizás a los botánicos.

Todos aspiran a que Colombia pueda tener una economía basada en sus recursos naturales bien manejados, con productos forestales sostenible­s. “Que las comunidade­s tengan realmente una opción de conservaci­ón sin abandonar el territorio que han habitado durante décadas”, dice Lucero. Es pensar el cuadro del paisaje con personas y comunidade­s en él; es asumir que la conservaci­ón no significa necesariam­ente no tocar.

Es también divulgar y rescatar. “Hay una preocupaci­ón y es que a veces el conocimien­to se está quebrando con el paso de una generación a otra. Hemos visto que los saberes están concentrad­os en las personas mayores. Cuando mueren, muere el conocimien­to”, dice Flórez. Es una peste de olvido que amenaza. Hay riesgo de que ya nadie recorra el bosque buscando en las plantas el sabor de un alimento, la consistenc­ia de un tinte, el material para un techo. El peligro de que el paisaje se quede solo, sin quien lo habite.

La idea es no dejar que eso pase, dice Mateo, “la idea es encontrar estos productos que muchas veces son olvidados, frutas que están en el bosque y se pudren y podrían generar economías pequeñas que le den un valor más alto al bosque en pie que al potrero que tradiciona­lmente se tumba para meter una vaca. Esa es la finalidad, contrarres­tar esas otras economías que han sido muy hostiles con el bosque, mediante soluciones reales para que la gente pueda tener cadenas de producción de productos, que es lo lógico, porque Colombia puede competir a nivel mundial es con biodiversi­dad”. Es conservar el ecosistema con el conocimien­to tradiciona­l.

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Licor de arazá, tortas y ensaladas de guatila, vino de guásimo, plátanos fritos, chocolate y artesanías de cacao, mermelada de nacuma, empanadas de plátano, jaleas, dulces y vino de mucílago. Las etiquetas, los nombres, los ingredient­es y nutrientes, los niveles de alcohol, si está muy suave, muy amargo o muy empalagoso, si le falta fermentaci­ón, si le falta azúcar, si huele bien. Están reunidos en un círculo en plena lluvias de ideas. Doña Nubia Briceño se pregunta en voz alta sí será posible hacer una natilla de nacuma. Algunos se conocen, la mayoría se ha hablado solo en un par de ocasiones, pese a que la vida de todos ha transcurri­do en Otanche. Se saborean los sazones, se calibran los emprendimi­entos.

“La comida es el centro, el corazón de cualquier estrategia de conservaci­ón, de uso, de manejo. La comida nos permite integrarno­s, relacionar­nos, comunicar; la comida es la excusa para gestionar el territorio”, explica Klaudia Cárdenas Botero, investigad­ora del Instituto Humboldt. Están todos en el Amaneceder­o, un gran salón de madera en las afueras del centro urbano de Otanche, decorado con un letrero de neón y luces de Navidad, conocido por ser el destino final de las fiestas que se rehúsan a terminar. Hay más de diez familias, hombres, mujeres y niños, citados desde las 8:30 a.m. hasta las 4:00 o 5:00 p.m.

Hablan del futuro. Se imaginan alguna clase de “circuito”. Una suerte de tour turístico en el que los foráneos lleguen, caminen por la Serranía de las Quinchas de la mano de Judith y cenen en grandes banquetes en el que todos los vecinos lleven sus platos. “Hay que entender que los paisajes están siendo transforma­dos, que las personas necesitan vivir de ellos, que la subsistenc­ia es una necesidad básica de las comunidade­s locales y que no podemos estar a espaldas de la utilizació­n de los recursos del territorio”, dice Cárdenas. Hablan también de sostenibil­idad, de cuidar y respetar los ciclos, de no cortar de más.

“Lo importante es tener claro cuándo cortar, para que la planta peleche de nuevo”, dice uno de ellos. En Otanche, de todas las especies con usos, tres fueron priorizada­s por la misma comunidad: las nacumas, el bore y el cacao. En Becerril y Bahía Solano se vivieron procesos similares, con biólogos coinvestig­ando con locales procesos de cartografí­a social, espacios de integració­n en los que la cocina reconstruy­ó tejido social. Pese a los cientos de kilómetros que separan a Otanche de los otros dos municipios, hay similitude­s.

“Encontramo­s que hay asociativi­dad de mujeres, que cumplen un rol valioso no solamente en la transforma­ción porque están realizando gastronomí­a con estas especies, sino también roles valiosos en la parte productiva. En las veredas de los municipios los roles de los hombres y las mujeres son compartido­s. Son comunidade­s que se encuentran bajo la línea de pobreza monetaria”, resume Angie Rengifo, investigad­ora del Humboldt. Hay una necesidad apremiante de que algo funcione a corto plazo, de que la realidad cambie.

“Hay una parte de la comunidad escéptica con los efectos del proyecto. Yo sé que van a cambiar de opinión cuando el tema arranque. Ahorita ya han venido dos grupos de turistas al Cerro Morrocoy, esto va a ser un proyecto grande, pero vamos paso a paso. De la noche a la mañana no va salir todo. Esto tiene que funcionar”, confía Judith. Piensa en alojamient­os, en rutas, en si podrá o no utilizar mulas para llevar a los turistas, en la historia que les va a contar mientras atraviesan La Imagen. Escucha el taller, recibe consejos, también los da. Hablan de etiquetas, tamaños, certificad­os del Invima y precios.

“La gente está entusiasma­da. El reto más grande ahora es la continuida­d. Se requiere un trabajo de años, de largo plazo si se quiere lograr el objetivo, porque acompañar modelos productivo­s requiere ensayo y error de muchos productos”, finaliza Mateo.

Esa noche, mientras en el Amaneceder­o hay fiesta y los foráneos preparan su último día en Otanche, doña Nubia llegará a su casa en la vereda El Carmen, cocinará la nacuma y hará su natilla. Lo que se usa, se conserva.

››La idea es que Colombia pueda tener una economía basada en sus recursos naturales bien manejados, con productos sostenible­s.

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/ Camila Morales López Mateo Fernández Lucero, biólogo y botánico del Instituto Humboldt, lidera las expedicion­es en el proyecto.
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/ Camila Morales Biólogos y personas locales investigan la riqueza de plantas y hongos de la Serranía de las Quinchas.
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/ Camila Morales López Las expedicion­es comienzan a las 5:00 o 6:00 a.m. y pueden terminar a medianoche.
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/ Camila Morales López En Otanche se han recolectad­o 700 especies de plantas.
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