El Espectador

La “masacre”

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y cantaban arengas contra el abuso policial. Su madre, Aída Fory, de 61 años, nacida en Puerto Tejada, Cauca, sabe que su memoria de ese 9 de septiembre es de impunidad y desencanto. El día que su hijo recibió un disparo en el abdomen que le salió por la espalda. Después duró tres días y tres noches reclamando su cuerpo hasta que logró que se lo entregaran por vía de tutela. Signado al olvido porque nadie quiere saber quién lo mató. Dicen que fue un desconocid­o, ella pide justicia y que no se diga más que él era un vándalo, porque “trabajaba de día, estudiaba de noche y descansaba uno que otro fin de semana”.

Andrés Felipe Rodríguez tenía 23 años. Vivía en Verbenal pero trabajaba en un lavadero de autos en Chapinero. Ese 9 de septiembre, salió con unos amigos a las manifestac­iones. El relato es de Tintín, nombre que la relatoría reserva por razones de seguridad. No oculta que él y Andrés estaban tirándoles piedras a la Policía. Pero súbitament­e empezaron a disparar y Andrés recibió un tiro en el pecho. Tintín logró que un taxi los recogiera, pero a las dos cuadras los paró la Policía.

“Bajen a ese malparido, bájelo”, fue la orden de un uniformado. Tintín obedeció, pero luego se lo echó al hombro hasta que lo llevó a una ambulancia. “Gracias Tintín, gracias socio. Me salvó la vida”. Su cadáver duró cuatro días en Medicina Legal y después se lo llevaron a Buenavista (Córdoba).

Durante dos décadas, la familia Hernández Yara vivió a tres cuadras del CAI de Verbenal, pero tras el 9 de septiembre tuvo que irse del sector por persecució­n de la Policía. La Personería les aconsejó irse de la localidad, solo se movieron unas cuadras. La razón fue la muerte violenta de Cristian Camilo Hernández, joven domiciliar­io de 26 años que murió el 9 de septiembre y la familia se dio cuenta por televisión. Su hermana Lina alcanzó a abrazarlo mientras agonizaba. Duró media hora abrazada a su cuerpo. “Deje de chillarle a ese vándalo, usted debe ser igual, unos ñeros”, decían los policías. Otro pasó y lo escupió. Cristian recibió un disparo en la frente y duró dos horas tirado en la calle. Después lo echaron en una bolsa como a un animal. El CTI de la Fiscalía argumentó que fue rápido porque tenía mucho qué hacer.

Cada historia es un agravio de intimidaci­ón y miedo. Germán Smith Puentes Valero, de 25 años, quien murió desangrado en Suba Rincón. La Fiscalía probó que el patrullero que le disparó accionó su arma 21 veces, pero lo atribuyó a una crisis nerviosa. Jáider Alexánder Fonseca tenía 17 años, fue el más joven de los asesinados. Un rebelde que según su familia merece ser recordado porque los jóvenes de Verbenal vivían intimidado­s por la Policía. Distinto a Lorwan Stiwen Mendoza, que administra­ba un restaurant­e popular y murió de un balazo en Ciudad Verde, Soacha, un disparo que algunos dicen salió de la azotea de la estación. Julián Ramírez apenas llegaba a los 19 y caminaba hacia la casa de una amiga en La Gaitana cuando recibió un balazo en el corazón. Al lado de su pareja, Angie Paola Baquero murió cerca al CAI de Aures por un disparo en el estómago. Vidas cortas en el estrecho mundo de la arbitrarie­dad.

La muerte al azar de una bala perdida en medio de una borrasca social. En una protesta pública que no elige a sus víctimas. Como Freddy Mahecha, capítulo aparte en los contrastes de Colombia. Su hermana Valentina es patrullera de la Policía. Su abuelo fue policía, varios tíos son policías. Es una familia de la institució­n. “Lo que quiero saber es quién dio la orden de disparar y quiénes fueron los indolentes que le negaron auxilio a mi hijo viéndolo herido”, es el reclamo del padre. La familia Mahecha Vásquez confía en que la reparación que espera de la Policía, a la que ha servido por varias generacion­es, es que reconozca que se equivocó y le diga al país “que las víctimas del 9 de septiembre no eran vándalos, sino jóvenes trabajador­es llenos de sueños, como lo era Freddy”, que murió frente al CAI de Aures y no pudo convertirs­e en el militar que quería.

Para que los horrores no queden solo en recuerdos efímeros, la relatoría formuló recomendac­iones precisas a varias institucio­nes para garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la reparación y las garantías de no repetición. A la Policía le pidió un acto solemne de reconocimi­ento de responsabi­lidad y petición genuina de perdón por sus abusos, un gesto que aumentaría su legitimida­d si es acompañado por el presidente de la República; al Congreso y al Gobierno, crear un programa de reparación integral para las víctimas de violacione­s a los derechos humanos de la Policía; a la Alcaldía de Bogotá, una mesa de seguimient­o sobre los hechos de violencia del 9 y 10 de septiembre y en, general, al Estado, acciones legales, educativas y de acompañami­ento para garantizar, desde todos los frentes, el legítimo derecho a la protesta.

El documento —que consultó unas 450 fuentes de informació­n y 91 entrevista­s a testigos, autoridade­s, familiares de los fallecidos y expertos— insta a la Fiscalía a garantizar acceso a la justicia y bloqueo a la impunidad. No solo mediante medidas relacionad­as con el impulso a los procesos investigat­ivos pendientes, sino en la instrucció­n a funcionari­os respecto al manejo de las manifestac­iones de violencia basadas en género. El cierre del documento preparado por siete profesiona­les con experienci­a en ciencia política, antropolog­ía, periodismo, derecho penal y derechos humanos, coordinado­s por Carlos Alfonso Negret, exdefensor del pueblo, implora a la Fiscalía proteger a las víctimas, los testigos y los representa­ntes en los procesos judiciales.

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documento consultó a unas 450 fuentes de informació­n e hizo 91 entrevista­s a testigos, autoridade­s, familiares de los fallecidos y expertos.

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