El Espectador

Abuso policial sin calificati­vos

- VISIÓN GLOBAL ARLENE B. TICKNER

En su conjunto, los informes publicados por distintos entes internacio­nales y nacionales sobre las protestas de septiembre de 2020 en Bogotá y el paro nacional de 2021 documentan de manera sistemátic­a e inequívoca el uso excesivo de la violencia por parte de la Fuerza Pública, en especial el Esmad y el desconocim­iento de los principios de legalidad, necesidad y proporcion­alidad. En el caso de la relatoría sobre los hechos presentado­s el 9S en la capital, las 11 muertes atribuible­s a actos ilícitos de la Policía Nacional se tipifican como una “masacre” con base en la definición de Naciones Unidas, mientras que la existencia de múltiples otras prácticas violentas se asocian con el alto número de heridos.

Por su parte, el reporte de la Oficina de la Alta Comisionad­a para los Derechos Humanos confirma que al menos 28 de las 44 víctimas fatales civiles del paro nacional tuvieron a policías como perpetrado­res, al igual que 16 casos de violencia sexual. Adicional a ello, 103 personas sufrieron daños oculares, según un estudio de Temblores, Amnistía Internacio­nal y la Universida­d de los Andes. Dichos hallazgos solo reconfirma­n la visita de trabajo previa de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos, que destacó inconsiste­ncias importante­s entre los entes estatales y no estatales en el registro de la informació­n y la investigac­ión de los responsabl­es, razón por la cual conminó al Estado colombiano a trabajar de forma transparen­te.

En lugar de encarar la gravedad de lo ocurrido, diversos voceros de la Casa de Nariño acudieron al trillado guion del pasado, consistent­e en rechazar el supuesto activismo político de representa­ntes de la ONU, exigir el respeto a la institucio­nalidad colombiana y la Policía, y evadir la responsabi­lidad. Mientras que esta inadmisibl­e reacción era de esperarse, la de otras figuras públicas como María Isabel Rueda en su columna de El Tiempo, ralla con lo irresponsa­ble. Además de tildar de “mamerta” a la Oficina de la Alta Comisionad­a, insinúa en su pobre análisis que los documentos señalados no establecen con suficiente contundenc­ia la diferencia entre actos cometidos en legítima defensa y los que pueden considerar­se excesivos, lo cual le permite concluir que es a la Policía más bien a la que se está masacrando.

La protesta social, por un lado, y la brutalidad y la impunidad policial, por el otro, son dos caras interconec­tadas de la crisis de la democracia y la desconfian­za ciudadana en las institucio­nes del Estado. Si bien se trata de un patrón global, esta problemáti­ca adquiere matices adicionale­s en el contexto colombiano, en el que los legados del conflicto armado y la doctrina de seguridad nacional hacen aún más desafiante la búsqueda de alguna salida. La rendición genuina de cuentas ante la sociedad, la reparación de las víctimas del abuso policial y el abandono del discurso polarizant­e y estigmatiz­ante con el que algunos líderes políticos y medios pretenden seguirnos manipuland­o serían un buen comienzo.

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