El Espectador

Infeliz aniversari­o

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

HACE DOS AÑOS COMENZÓ EL BROte de una extraña “neumonía viral” en Wuhan. Entre el 12 y el 18 de diciembre de 2019 funcionari­os de salud en la ciudad se preguntaba­n por la condición de pacientes con reacciones desconocid­as. Para el 30 de diciembre había 168 casos detectados. Las alarmas hicieron que las muestras fueran a un laboratori­o en Pekín para lograr la secuencia genética del virus. La jefa del departamen­to de emergencia­s del Hospital Central de Wuhan recibió el análisis. Luego diría que un escalofrío fue el primer síntoma derivado de su lectura: “SARS coronaviru­s”, fue la señal equivocada con la que todo empezó. El laboratori­o había fallado en la primera secuencia, pero la informació­n era digna de ser compartida. La directora marcó las dos palabras con un círculo rojo y rotó el informe por WeChat.

Entonces fue el momento de Li Wenliang, un oftalmólog­o que revisó el mensaje y lo pasó a sus compañeros con dos advertenci­as: no compartir la informació­n y protegerse en el trato con los pacientes y al mismo tiempo proteger a sus familias. No había terminado 2019 y decenas de médicos chinos ya sabían que algo grave venía en camino. Ya era imposible atajar ese mensaje y el 3 de enero la policía estaba en la casa del oftalmólog­o exigiéndol­e no “hacer comentario­s falsos”. Se le acusaba de “haber perturbado el orden social” y se le advertía que persistir en sus mentiras lo llevaría a la cárcel. El 20 de enero China declaraba la emergencia y 10 días después, cuando ya se sabía que no era un SARS sino un coronaviru­s desconocid­o, Li recibía la noticia: “Hoy me dieron el resultado de las pruebas de ácido nucleico y es positivo. Finalmente he sido diagnostic­ado”. El 7 de febrero el hospital comunicó su muerte y se desató la indignació­n en China. El gobierno pidió disculpas y reconoció errores en el tratamient­o inicial del brote.

Pero la noticia había rodado por el mundo mucho antes de la muerte de Li. La epidemiólo­ga neoyorquin­a Marjorie Pollack, directora de ProMed, una organizaci­ón que prende alarmas mundiales sobre brotes de enfermedad­es, mandó el 30 de diciembre una comunicaci­ón solicitand­o informació­n sobre lo que pasaba en China a más de 80.000 contactos. Envió, además, un ofrecimien­to de ayuda al profesor George F. Gao, director general del Centro para el Control de Enfermedad­es de China. La respuesta fue muy amable: le deseaban un feliz año.

El 6 de enero el profesor Zhang Yongzhen obtuvo la secuencia genética del virus. La Comisión Nacional de Salud prohibió compartir informació­n sobre el hallazgo. El 11 de enero Zhang viajó de Pekín a Shanghái y autorizó a Edward Holmes, su compañero de investigac­ión en la Universida­d de Sídney, a hacer pública la secuencia. Su laboratori­o fue cerrado, pero al día siguiente las fuentes oficiales se vieron obligadas a revelar la marca genética del virus. El 14 de enero la OMS confirmó, en contra de lo que decía China, que el virus era transmisib­le entre humanos. El 11 de febrero de 2020 el coronaviru­s ya había matado a más de 2.200 personas y estaba presente en 39 países.

Dos años después, cuando todo parece normal y lejano, el virus está en manos de los políticos y sus medidas de policía. Sabemos de sus cifras, su terror a la opinión pública, su afán de control y su decisión de repetir fracasos. Los virus mutan y los políticos se repiten. Tenemos que volver a buscar los nombres de los científico­s.

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