El Espectador

Rajados en corrupción

- PABLO FELIPE ROBLEDO

EN ESTA ORILLA HEMOS DENUNCIAdo la corrupción desde distintas perspectiv­as, pues se trata del mayor problema que enfrenta Colombia y genera pobreza que, aunada al conflicto armado, nos ha condenado al retraso. Por esa razón, nunca es suficiente insistir en combatir la corrupción.

El Espectador publicó una investigac­ión adelantada por Transparen­cia por Colombia en la que se muestra una radiografí­a de la corrupción, comenzando por recordar que los casos se quedan en el olvido, pues la mayoría de ellos terminan en total impunidad ante la vista atónita del pueblo colombiano.

Ese diagnóstic­o es diciente de nuestra realidad, pues ubica la corrupción de servidores públicos en el primer lugar, demostrand­o que en Colombia muchos de quienes llegan a ocupar cargos en el Estado lo hacen para robar y no para servirle a la ciudadanía. La función pública dejó de ser vocación y se convirtió en un medio para que el funcionari­o de turno se haga rico y haga más ricos a sus amigos con jugosos contratos y malgastand­o la plata de los colombiano­s.

La corrupción pública se convirtió en pan de cada día; tanto así, que la comunidad está hastiada de que en la televisión, los periódicos y la radio se hable todo el tiempo de servidores presos o de la apertura de nuevas investigac­iones penales, fiscales o disciplina­rias, sin que se obtengan resultados reales. Todo parece indicar que las autoridade­s no tienen la voluntad política ni la capacidad técnica para investigar y juzgar todos los casos de corrupción, pero, por otro lado, lamentable­mente, es común que esos casos se vean entorpecid­os por la labor de “ilustres juristas” que incurren en cualquier artimaña para lograr absolucion­es, libertades por vencimient­o de términos y excusas para dilatar los procesos y eludir que se haga justicia.

Por su parte, las garras de los corruptos cada vez están más afiladas. Han cooptado incluso el Poder Judicial, que se ha visto muy golpeado por numerosos escándalos de venta de fallos, como si la función de administra­r justicia estuviera a merced del que tiene más para pagar. Tan podrida está la Rama, que hasta en las altas corporacio­nes, donde se supone llega lo mejor de lo mejor, han explotado casos de corrupción, como el vergonzoso cartel de la toga, algo que no podremos olvidar por muchas generacion­es. Es inadmisibl­e que jueces y magistrado­s vendan su conciencia jurídica al mejor postor.

El discurso anticorrup­ción no puede convertirs­e en un discurso vacío, de plaza pública, para conseguir aplausos y quizá votos, ya que eso mueve masas y sentimient­os, pero no soluciona el problema. Se necesitan propuestas realizable­s y verificabl­es; de lo contrario, los corruptos siempre sentirán el respaldo de una administra­ción pública paquidérmi­ca, inoperante y que en algunos casos cohonesta con esa corrupción o vive de ella.

Colombia se rajó hace rato en materia de lucha anticorrup­ción y somos vistos como un país corrompido de pies a cabeza, donde hasta para respirar hay que comprar a un funcionari­o. De manera que esa lucha debe ser una política de Estado, a largo plazo, para quitarles la plata pública a los corruptos y que sea destinada a lo que verdaderam­ente debe servir: el bienestar de los colombiano­s.

Este Gobierno, segurament­e al igual que muchos de los anteriores, desperdici­ó el tiempo y dilató el emprender una lucha frontal contra la corrupción. Lo grave es que cuando esto ocurre sistemátic­amente la liebre salta disfrazada de populismo con un discurso anticorrup­ción para hacerse a la Presidenci­a y nunca más soltarla. Es entonces cuando también hay un peligro ligado a la corrupción que todos ven pero pocos se atreven a cortar de raíz.

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