El Espectador

Señales análogas

- ARTURO CHARRIA

SOY DE UNA GENERACIÓN QUE CRECIÓ entre dos países. Quienes vivimos entre las décadas de los 80 y 90 en Cúcuta tenemos recuerdos compartido­s que son transfront­erizos.

Eran tiempos de señales análogas y los pocos canales de televisión colombiano­s que llegaban eran de baja calidad. Subir al techo para buscar la señal era parte de la infancia, pero quizá buscábamos los restos de un país que parecía agotarse en el filo de las montañas. Era más fácil girar la antena hacia el oriente para encontrar nítida la voz y la imagen que venía de Venezuela. Así fuimos incorporan­do palabras, gustos y canciones que llegaban de un lugar que parecía más cercano.

En el barrio jugábamos a representa­r propaganda­s que veíamos en televisión. Entonces imitábamos en un mismo turno, sin que hubiera protestas, las propaganda­s de Quipitos, Chicles Motitas, Diablitos o Frescolita.

Lo mismo ocurría con los programas de los sábados por la mañana. Algunos veían Oki-Doki, se sabían sus canciones, tenían posters de Vainilla, Canela o Tomillo. Otros veíamos, en Venevisión, El club de los tigritos, deslumbrad­os con Wanda y Jalymar.

A la señal análoga que nos recordaba lo lejos que estaba Colombia de Cúcuta se sumaba el esplendor de ciertos aparatos tecnológic­os que se encontraba­n en San Antonio del Táchira. Muchos compramos allí nuestro primer reproducto­r de CD, en un edificio que importaba marcas japonesas que eran desconocid­as para la mayoría de los colombiano­s.

Con el tiempo algunos nos fuimos a otras ciudades, pero la frontera, sus sabores y sonidos siempre estuvieron con nosotros. De vez en cuando llegaban encomienda­s en cajas de cartón con pedazos de esa patria común que tenemos quienes crecimos entre Colombia y Venezuela. Bastaba probar un poco de ovomaltina para volver a sentir el calor de una infancia de recuerdos plurales.

Esa quizás es una de las pérdidas más grandes que tienen las nuevas generacion­es en Cúcuta: la idea distorsion­ada de la frontera como un problema.

Puntilla. La presencial­idad de estudiante­s en 2022 no debe abordarse como una opción, sino como la vulneració­n de derechos de niñas, niños y adolescent­es.

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