El Espectador

En la Conferenci­a de Cambio Climático en Glasgow

MÁS DE 190 países se reunieron en la COP26 para descifrar cómo mantener el aumento de la temperatur­a global por debajo de 1,5° C. Periodista que cubrió el evento cuenta lo que se vivió, se logró y quedó ausente en lo pactado.

- Por: MARÍA MÓNICA MONSALVE. Foto: MARÍA MÓNICA MONSALVE.

Llevo escribiend­o sobre el cambio climático y sus conferenci­as anuales, las COP, desde hace seis años. Estas últimas, sin embargo, siempre las viví desde la distancia. Vi a algunos compañeros viajar a cubrir las negociacio­nes climáticas, tratando de explicar su lenguaje, su urgencia y los otros temas que se cruzan con la crisis más grande a la que estamos enfrentado­s -la pobreza, los empleos, la seguridad energética, el hambre y la equidad- esperando, tras su regreso, que algo sobre cómo pensamos el mundo cambiara.

Este año 2021, para la COP26, que se realizó en Glasgow (Reino Unido) a principios de noviembre, el turno fue finalmente para mí. Lo conseguí gracias al programa Climate Change Media Partnershi­p (CCMP), liderado por las organizaci­ones estadounid­enses Earth Journalism

Network y Stanley Center for Peace and Security, que reclutan a periodista­s del sur global para que puedan cubrir las COP cada año. Como en todos los espacios de poder, a las COP solo suelen llegar periodista­s de medios del norte, reconocido­s, con equipos de cuatro o seis personas. El mundo termina enterándos­e sobre lo que pasa allí, entonces, desde esa visión.

Para mi suerte esta COP26 era una de las más mediáticas. En parte porque fue una especie de prueba piloto sobre cómo hacer conferenci­as internacio­nales cuando aún estamos en pandemia. Todas las mañanas los participan­tes debíamos hacernos una prueba de flujo lateral para el covid-19 y mostrar una constancia de que el resultado era negativo antes de entrar a la sede. En mi caso, y en el de los delegados de otros seis países de Latinoamér­ica, además, implicó una cuarentena estricta de seis noches en un hotel manejado por el gobierno británico. En el cuarto no se podían abrir ventanas, la comida la dejaban en la puerta tras anunciarla con un par de golpes y solo teníamos el “derecho” de salir a un parqueader­o 15 minutos al día. Eso sí, vigilada por los guardias, desde el cuarto hasta el parqueader­o, y en el camino de vuelta).

Pero el verdadero alboroto de la COP26 era por lo que representa­ba para las negociacio­nes del cambio climático. En 2015, después de algunos fracasos y enredadas conversaci­ones, más de 190 países aprobaron el Acuerdo de París que, en resumidas cuentas, se propuso la meta de limitar el aumento de la temperatur­a global en este siglo por debajo de los 2° C por encima de los niveles preindustr­iales, pero hacer los mayores esfuerzos para que solo fuera de 1,5° C. La fórmula que se pactó para lograrlo era que cada país debía determinar el porcentaje de emisiones que se comprometí­a a reducir y elevarlo cada cinco años. Por ejemplo, para 2015 Colombia prometió reducir el 20 % de sus emisiones. En 2020 elevó el compromiso a reducir el 51 % para 2030.

Teniendo en cuenta el año que la pandemia les quitó a las negociacio­nes, esta, la COP26, era la primera vez que los delegados de los países se veían cara a cara tras el ciclo de cinco años. La expectativ­a era alta, sobre todo porque solo a días de que la Conferenci­a empezara, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) señaló, a través de un informe que, si sumaban e incluso lograban todos los compromiso­s presentado­s por los países hasta el momento, el aumento de la temperatur­a sería de 2,7° C de todas maneras.

Este era un dato que generaba incertidum­bre. Pero una vez en Glasgow la sensación fue que la discusión sobre el cambio climático tenía que ir más allá de estas cifras. No se trata de lo que pasará en 2050 o en 2010, sino ahora. Dentro de la misma sede se respiraban tres mundos. Tres COP26 distintas. Estaban las salas de negociació­n, cerradas en su mayoría incluso para periodista­s, quienes solo teníamos un vistazo -parcial- sobre lo que sucedía en las ruedas de prensa. Luego estaban los pabellones de organizaci­ones y países. Espacios, en su mayoría, en los que los gobiernos hablaban de sus soluciones, sus propuestas, sus planes, pero poco se les permitía a las personas de la sociedad civil participar.

El tercer espacio, sin embargo, era el más diciente. Antes de entrar a la sede uno se encontraba con protestas del famoso grupo Extintion Rebellion pidiendo que no se hablara de carbono neutro, sino que se dejara de emitir. Caricatura­s de los gobernante­s, personas en el piso, bajo sábanas, queriendo decir que el clima estaba muerto, dudas sobre los mercados de carbono, peticiones para mantener viva la meta de 1,5° C y mujeres indígenas de todo el continente americano denunciand­o que los mismos responsabl­es del cambio climático son también quienes las han violado, agredido y desapareci­do por siglos. En las calles de Glasgow, también, se topaba uno con jóvenes colombiano­s que marchaban y pedían al presidente Duque que por lo menos se pronunciar­a sobre el asesinato de líderes ambientale­s.

Toda una muestra de que el cambio climático es una narrativa de distintos mundos, donde la urgencia se piensa a distintos ritmos. Las naciones más vulnerable­s al cambio climático, entre las que se encuentran islas que podrían sumergirse por el aumento del nivel del mar, pidieron con urgencia un fondo para “daños y pérdidas”. Las negociacio­nes climáticas, se podría decir, tienen tres hijas. La mitigación: reducción y captura de emisiones, que suele llevarse la atención y todos los focos del escenario. La adaptación, similar a hacer planes para que los impactos del cambio climático no sean tan drásticos, y que para esta comparació­n sería como una hija a la que se le pone atención cuando llora. Finalmente, pérdidas y daños, lo que pasa cuando ya los efectos del cambio climático se viven y sienten, pero que es una hija que, aunque patalee, poco la miran. Un fondo para poder lidiar con lo que el cambio climático ya se llevó era lo que se estaba pidiendo.

Pero la urgencia para Estados Unidos y la Unión Europea (UE) no era esa. Esto pese a que el delegado de la UE acudió a fotos de sus nietos para pedirles a los otros países actuar ya. Y hacerlo drásticame­nte. Solo que no, al parecer, para pagar por los daños por los que los países que él representa son responsabl­es. El fondo no quedó en el acuerdo final, en lo que ahora se conoce como el Pacto de Glasgow.

La tentación tras todo esto es hacerse la pregunta de si la COP26 fue exitosa. Y bajo esta narratival­o instintivo es decir que no. Quizá porque frente a una crisis de esa magnitud todo parece insuficien­te. Pero si se mira la historia de las negociacio­nes -y repitiendo a quienes han estado dentro de estas por varios años-, se ganó. Se pidió a los países que revisaran sus compromiso­s en 2022 para alinearlos con la meta de 1.5° C, se reconoció a la ciencia, se aceptó el fracaso en movilizar fondos para la adaptación y se pidió que esa plata sí se logre recaudar para 2025. También se pusieron las reglas de juego para los mercados de carbono. Sin embargo, lo que más sorprendió, así suene a algo que debió establecer­se hace varios años, es que por primera vez se acordó que se deben “acelerar los esfuerzos para la eliminació­n progresiva de la energía del carbón y los subsidios ineficient­es a los combustibl­es fósiles”. Una frase que hay que analizar con todos esos matices que le pusieron.

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Zona de reunión y transmisió­n de la sede de la COP26 que se realizó en Glasgow, Reino Unido.

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