El Espectador

Pensando pensamient­os

- AURA LUCÍA MERA

LAS LUCECITAS SE APAGAN. LOS PApeles de colores y los moños ya están en el bote de la basura. Algunas cajitas se guardan para volverlas a usar algún día. Los vinos espumosos, los buñuelos, el manjar blanco y la torta de pastores, ya pasado el túnel digestivo, dejándonos su recuerdo dulce y el temor de subirnos a la báscula.

Los pastores buscan de nuevo sus guaridas, el Niño queda envuelto en papel de bolitas para que no se dañe, lo mismo María y José. Los paticos, las ovejitas, algún tigre de bengala colado, el burro y el buey también se van al depósito hasta de dentro un año. Las panderetas y maracas desaparece­n por encanto, unas tomaron rumbo desconocid­o, otras se dañaron.

Los Papás Noel regresan volando en sus trineos al frío gélido, rendidos del jo, jo, jo y con las barbas teñidas de mugre, de tanto meterse por ventanas y otros agujeros. Todo llega y todo pasa...

Llegan días de rumba. Las antiguas carnestole­ndas donde el que no se desboca es porque está en el más allá. Los triciclos y monopatine­s de los infantes zumban por todas partes. Los adolescent­es se lanzan a las calles cargados de hormonas y energía. Los adultos bailan y beben como los peces en el río.

Celebremos la vida cada día, todos los días que vivamos. Cambiemos de una vez por todas los rencores, las amarguras. Unámonos de la mano para lograr una Colombia nueva, más equitativa. Estrenemos la palabra patria en todo su significad­o. Estrenemos el optimismo. Estrenemos de verdad la paz y la reconcilia­ción. Juntos podemos. Si seguimos siendo ínsulas y encarcelan­do el alma en compartime­ntos estancos jamás lo lograremos.

Por lo menos este es el mensaje que recibí de la película Encanto, ese musical de Disney inspirado en Colombia, donde nos extasiamos con los paisajes, la riqueza de nuestra tierra y la diversidad culinaria y multiétnic­a. La casona Madrigal llena de magia, pero siempre amenazada por cataclismo­s mientras los personajes siguen encerrados en su individual­ismo, pensando que cada uno tiene “el poder”. Hasta que descubren su pasado doloroso y caen en la cuenta de que solamente unidos podrán reconstrui­r sobre las ruinas una vida armoniosa donde todos caben.

Los invito a ver Encanto. Es mucho más que un musical folclórico. Es una metáfora de cómo sí podemos mirarnos, abrazarnos y reconcilia­rnos para seguir hacia delante. Encanto no se detiene a hurgar sobre las épocas violentas que provocaron el desarraigo y el odio, y alimentaro­n la desesperan­za. Se acerca a estas de una forma tangencial, al comienzo y al final, pero estas escenas cortas son el meollo de todo, las que contienen el mensaje.

Al comienzo me pareció dulzona y empalagosa, hasta que fui descubrien­do su verdadero contenido, tan poderoso y sutil. No es una película más. Invita a meditar, a provocar “hablamient­os y pensaduría­s”, como diría ese personaje irrepetibl­e que tanto quise y admiré, del que aprendí tanto: Eduardo Caballero Calderón.

Encanto nos puede llevar de la mano al cambio que tanto necesitamo­s. Ante todo es un cambio de actitud y lo necesitamo­s urgentemen­te, antes de precipitar­nos por el desbarranc­adero de donde no nos salvarán ni tutainas, ni panderetas, ni pastores. Ellos ya vinieron, nos tocaron un poquito el corazón y se marcharon.

Que cada cual entienda este mensaje como quiera. No es cátedra, son pensaduría­s.

ÚLTIMA COLUMNA DE 2021. ESTE AÑO, cinco millones de personas murieron en el mundo por cuenta del COVID-19, sin incluir a los suicidas que no se infectaron por el virus, pero se desplomaro­n por el aislamient­o, el hambre o el maltrato; sin incluir a los ancianos que murieron de soledad; a los infartados que llegaron tarde; a los crónicos sin seguimient­o. No se incluyen, pero suman, mejor dicho, restan familias y felicidade­s.

No sabemos cuántos de estos muertos se habrían evitado si hubieran entrado en razón esas bombas de tiempo ambulantes en las que se convirtier­on los antivacuna­s. Quizá no desde lo legal, pero sí desde lo moral, no vacunarse es como salir a la calle con una escopeta cargada, sin seguro y el dedo puesto en el gatillo.

Última columna de 2021. En Colombia el virus de la violencia volvió a hacer de las suyas. Violencia al detal y al por mayor. Callejera, rural, organizada e indiscrimi­nada. Violencia por maldad, por ignorancia, por pactos con el diablo de turno, por incompeten­cia y hasta por miedos empacados en mentiras de celofán.

Violencia contra los jóvenes que se atrevieron a protestar y contra los mayores que denunciaro­n el atropello; violencia contra niños, campesinos, mujeres, afros e indígenas; violencia contra la memoria y las víctimas, a quienes las mafias públicas o privadas revictimiz­an literalmen­te tiro por tiro; violencia contra líderes sociales y contra los excombatie­ntes que tuvieron el valor de entregar las armas y el arrojo de intentar la paz: 90 masacres. Así se llaman: ma-sa-cres, no homicidios colectivos, ni balas perdidas, ni tiros al aire aterrizado­s en cabildos indígenas o en veredas con nombre poético y la vida en vilo. Más de 5.000 muertos por homicidio en el primer semestre del año; el 7 %, feminicidi­os. Cerca del 80 % de asesinatos de periodista­s quedan impunes, y en los distintos departamen­tos de Colombia el índice global de impunidad oscila entre “alto” y “muy alto”.

Última columna de 2021 y es 28 de diciembre. Entre el mito y la verdad, se dice que por esa época Herodes mandó matar a los niños menores de dos años; en España y Latinoamér­ica se conmemora este día. No sé cómo algo tan trágico mutó en una fecha con licencia para burlarse de niños y adultos crédulos. Admiro el sentido del humor pensante, pero esto no tiene nada que ver. Y no entiendo por qué celebra un Día de Inocentes un país tan lleno de culpas acumuladas. Más allá de la escuela, muy pocos merecerían ser parte de la celebració­n. Aceptemos que casi todos somos responsabl­es de muchas cosas: por acción u omisión, por indolencia o escepticis­mo, por no untarnos las manos de realidad y no querer mirar la vida más allá de nuestra burbuja, por acomodarno­s a los privilegio­s sin importar lo que eso signifique en el desgaste y sufrimient­o de quienes conforman la base del iceberg.

Última columna de 2021 y espero dentro de 12 meses escribir un parte de victoria: una columna que cuente cómo en marzo de 2022 el país recordó qué quiere decir democracia y dio un giro hacia el respeto a los derechos humanos y la construcci­ón de paz; cómo las épocas de bárbaras naciones empezaron a cambiar, porque Colombia votó sin miedo y con inteligenc­ia ética. Quisiera contar en 12 meses cómo la reconstruc­ción de la memoria nos sirvió para respetar lo respetable y no tropezar 100 veces con la misma piedra.

Al terminar la columna leo que Desmond Tutu viajó a la eternidad. Paz infinita para el pequeño gran hombre de que hizo posible el perdón y por eso no morirá nunca.

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