Puñalada en el corazón
POR LA HENDIJA DE LA PUERTA DE una casita en un pueblo helado se desliza la correspondencia. Cae sobre el tapete la revista de un internado en Oxford. La firma de la crónica central es de Chris Nathan, un jubilado a quien contactaron para rescatar el archivo escolar: confiesa que aceptó el cargo a pesar de su inexperiencia en recopilación histórica, pues solamente había realizado una serie de entrevistas a veteranos de la Primera y Segunda Guerra Mundial; entonces, describe lo que significó sumergirse en más de 8.500 libros de no ficción y material académico, la hemeroteca, el portafolio gráfico y demás tesoros del archivo, un reto que suscitó en él una reflexión sobre la biblioteca como centro comunitario que conecta tiempos históricos, lugares y formas de pensamiento y de vida.
Mi madre, jubilada, es bibliotecóloga de la Escuela Interamericana de Bibliotecología (faro académico que hace poco publicó una carta de protesta por el nombramiento del nuevo director de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, BPP). Desde muy niña, en los convulsionados años 70 en la Universidad de Antioquia, vi cómo ella se quemaba las pestañas con lecturas que abarcaban desde bibliotecología hasta hermenéutica y filosofía. Su vida laboral la dedicó a la fundación y expansión de una biblioteca escolar infantil. Al atardecer, nos leía las novedades: mi hermano mayor y yo éramos sus conejillos de indias, augurios de los libros que podrían conquistar a los estudiantes del Colegio San Ignacio de Loyola.
La misión de los bibliotecólogos (de la academia) y bibliotecarios (empíricos) supera la técnica de identificar, clasificar, organizar y distribuir libros. Son líderes comunitarios; me basta con escuchar las historias de las bibliotecas como refugio, territorios neutrales en momentos aciagos de violencia barrial en mi ciudad. O con ver cómo muchos señores reconocen a mi madre —con quien aprendieron a amar la lectura— como un personaje memorable de su historia personal.
El gran Ricardo Piglia dejó sus primeros recuerdos lectores en la biblioteca pública de Mar del Plata. Almudena Grandes cataloga las bibliotecas públicas como “reductos de la civilización”: “En este momento en que la literatura está tan amenazada porque tiene que competir con tantas puertas maravillosas a todo color, las bibliotecas son fundamentales porque los lectores necesitan trincheras”. La BPP y sus filiales son trincheras en territorios de guapos y violentos sedientos de reclutas. Conectan a los jóvenes con el mundo, le responden al resto del planeta sobre nuestro patrimonio y memoria. Dotan de vida a elementos (libros, fotos…) aparentemente inanimados.
Aquello de la “toma hostil” va más allá del campo bursátil. Cuando Daniel Quintero les saca la lengua al GEA, a Hidroituango o a los operadores de la jardinería urbana, la afectación es inmediata: los empresarios se defienden, la alerta por la seguridad energética sacude al país, mientras las zonas verdes de la “Ciudad de la Eterna Primavera” parecen un potrero abandonado… pero el secuestro politiquero de la BPP es un daño agazapado, lento, que pasará factura con los años.
Esta no es una pataleta de intelectuales “molestos” marcando territorio. La toma burocrática de la BPP es una puñalada que el “muchacho del Tricentenario” le da al corazón cultural de Medellín, a sus habitantes más vulnerables.