El Espectador

Somos más machos nosotros

- NICOLÁS RODRÍGUEZ

NO ES TAN EVIDENTE COMO PARECE el pequeño gran escándalo en el que se encuentra el gobierno de Duque con el tema de la captura de Otoniel.

Yo me entregué, afirmó Otoniel ante el capítulo de la JEP dedicado a Urabá. Y todo el combo reaccionó.

El ministro de Defensa salió a desmentirl­o. Nos recordó la Operación Osiris, los anillos de seguridad, la infantil idea de “el peor narcotrafi­cante de la historia del siglo XXI” (después de todo, es la misma administra­ción de la campaña tipo Netflix de “los símbolos del mal”).

En el Ejército y la Policía insistiero­n en la narrativa de una captura por sobre la de una entrega. Otros gritaron su rechazo.

Bien mirado, el propio Otoniel reconoció que se entregó para que no lo mataran.

Como quien dice que el operativo, los anillos, las carteleras de colegio fueron efectivos. Sin embargo, el honor de nuestro aparato de defensa se dio por ofendido.

En juego quedó la cantidad de testostero­na con que se concibe la política de seguridad.

Los marcos interpreta­tivos de la estrategia de seguridad, reducidos a la escala de valores que va de los malos a los muy malos, quizá expliquen la colegial reacción de Duque.

En su aparición para desmentir a Otoniel, Duque lo equiparó a una “sabandija”.

Un lenguaje cercano al mundo de las fábulas para niños que el Ministerio de Defensa nos impone. Pero con repercusio­nes en la vida adulta de los ciudadanos, las institucio­nes y la democracia colombiana.

El presidente de Colombia reiteró, como ya es costumbre en la guerra colombiana, que estamos en el Serengueti. “Lo veníamos cazando”, dijo Duque, cual rey de España persiguien­do elefantes.

¿Y cuál es el problema con que Otoniel se haya entregado en vez de capturarlo? ¿A qué le temen?

La política de seguridad depende demasiado del frágil ego masculino de Duque y sus amigos.

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