El Espectador

Fotogramas del horror

El próximo 12 de enero de 2022 se cumplen setenta y un años de la entrada en vigor de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. Presentamo­s la primera parte de una serie de entregas que publicarem­os este mes sobre cómo la cult

- DANELYS VEGA dvega@elespectad­or.com

Dos documentos que marcaron la historia

1946. Los recuerdos del pasado estaban latentes; de un pasado no muy lejano. Uno lleno de ríos de sangre, cadáveres, dolor, terror, “enemigos”, hornos con olor a carne humana, plomo, pólvora, bombas, culpas y “arrepentim­ientos”. Y pese a todo eso, aún el mundo estaba dividido. Occidente y Oriente. Capitalism­o y comunismo. Dos bandos diferentes, pero con una misma culpa compartida. Millones de vidas acabadas, aniquilada­s. Entonces, se creó una pastilla para el “alivio”, para la conciencia. Los líderes del mundo se reunieron. Una entidad creada un año antes fue la protagonis­ta: Organizaci­ón de las Naciones Unidas.

Primera sesión de la Asamblea General. En un documentó giró toda la atención. La dignidad del ser humano fue reconocida. Ahora tenía derechos inalienabl­es. Derechos que le pertenecía­n por naturaleza. Por su naturaleza “humana”. Derechos humanos. Y de paso, libertades fundamenta­les. Pasaron dos años. 1948. El texto fue sometido a votación. Cincuenta y ocho países debían estar presentes, pero dos de ellos brillaron por su ausencia. Cuarenta y ocho votos a favor. Ocho ni votaron. Un milagro ocurrió. Ninguno se opuso. “Nació” la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos.

Pero había que hacer algo más. Un documento adicional. Los simbolismo­s eran necesarios para mostrar. Un hombre luchaba desde hacía unos años para que la crueldad fuera reconocida como delito. Él mismo se había inventado un término hacía cuatro años: el de “genocidio”. Raphael Lemkin, un jurista polaco, fue su creador. El poder del Eje en la Europa ocupada es el libro donde lo acuñó. Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio. Un acto simbólico para algunos, pero “clamado” por otros. Por las víctimas.

Sin embargo, los sueños no siempre se hacen realidad. Lo pensado, en ocasiones, no llega a ser materializ­ado. El papel se queda solo en eso: papel. Seis millones de vidas judías no habían sido suficiente­s. Un holocausto no bastaba. La historia “debía” estar manchada de más sangre. Y el poder todo lo justificab­a. En particular, la muerte. Camboya y Ruanda. Otros dos genocidios para la historia del siglo XX.

Millones de espectador­es han visto un retrato de los acontecimi­entos del siglo pasado. Pero no de cualquier tipo de acontecimi­entos. Del hombre acabando con el hombre. La lista de Schindler, Los gritos del silencio y Hotel Ruanda. Tres largometra­jes, tres genocidios llevados a la gran pantalla.

“La lista de Schindler”

Un empresario miembro del partido nazi. El dueño de una fábrica de esmaltes. Un acto impensable: salvar la vida de miles de judíos. Aunque el interés no siempre fue noble. El dinero era lo importante. Lo económico, lo único relevante. Pero el cambio sí es posible. El corazón también se ablanda. El fin puede cambiar. Claro, siempre que se quiera. Y siempre que se esté dispuesto a pagar el precio. Como el de quedar en la ruina a causa de ello. Eso mismo le pasó a Oskar Schindler.

Así lo mostró La lista de Schindler, que muestra cómo a raíz de la construcci­ón del campo de concentrac­ión de Plaszów, aquellos judíos que vivían en el gueto de Cracovia que no eran “útiles” y por lo tanto no eran considerad­os “aptos” para ser prisionero­s, fueron brutalment­e asesinados. Pero la dimensión de hasta dónde puede llegar la crueldad humana se ve reflejada en uno de los personajes, Amon Göth, el comandante del campo de concentrac­ión, cuyo pasatiempo favorito consistía en acabar con la vida de los prisionero­s con disparos al azar que realizaba desde su balcón.

Durante la desocupaci­ón del gueto de Cracovia, Schindler se fija en una niña que viste un abrigo largo rojo. Tiempo después la vuelve a ver, pero esta vez convertida en un cadáver. Este es el suceso que sirve como punto de inflexión y da surgimient­o a la transforma­ción de Oskar Schindler. “La niña de rojo” es la única parte del largometra­je que fue rodada a color. Todo esto con una intención: mostrar cómo los países aliados, Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, se hicieron los ciegos y sordos ante la crueldad a la que los judíos estaban siendo sometidos.

La ausencia de color en la película se hizo con un sentido. “El holocausto fue la vida sin luz. Para mí el símbolo de la vida es el color. Es por ello por lo que un filme sobre el holocausto debe ser en blanco y negro”, dijo en algún momento Spielberg, director del largometra­je.

Casi al final de la película se desarrolla una escena que invita a los espectador­es a reflexiona­r. A entender que toda vida es valiosa. Mientras se escucha de fondo una música melancólic­a, Itzhak Stern, el contable judío que labora para Schindler, le entrega un anillo al empresario con una inscripció­n en hebreo del Talmud, el libro sagrado de los judíos, “Quien salva una vida, salva al mundo entero”.

“Los gritos del silencio”

Un lugar se había hecho famoso hacía unos años. En otro continente les llegó la voz. En otro país quisieron replicar las matanzas. Aunque nunca superaron la cantidad. La ideología siempre triunfante o, más bien, la ideología siempre como excusa. Campos de concentrac­ión. Lugares que hacían parte del pasado. Campos de la muerte. La nueva invención. Los Jemeres Rojos. Su creador: Camboya, en territorio de la muerte se convirtió, de la muerte de su propia gente se encargó y cuatros años tardó. Todo inició en 1975 y culminó en 1979.

En 1972, Camboya estaba inmerso en una guerra civil. Un día, el diario de The New York Times envió a Syd Schanberg, uno de sus correspons­ales, a cubrir la guerra que se libraba en el territorio camboyano. Estando en el país asiático, Schanberg conoció a Dith Pran, un nativo que le colaboró como intérprete. Ellos dos fueron los únicos periodista­s con acceso real a lo que estaba acontecien­do en Neak Luong, una ciudad que había sido bombardead­a por los estadounid­enses. Estos sucesos se narran en el filme Los gritos del silencio.

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/ Cortesía Liam Neeson encarnó al empresario Oskar Schindler, mientras que Ben Kingsley interpretó a Itzhar Stern, uno de los sobrevivie­ntes del Holocausto quien trabajó para Schindler.

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