Cortadle la cabeza al mensajero
HICE PARTE DEL EQUIPO QUE REALIzó la Relatoría para el esclarecimiento de los hechos de violencia del 9 de septiembre de 2020, cuyo relator fue Carlos Alfonso Negret Mosquera, y el contratante, el PNUD de la ONU. Fueron casi ocho meses de intenso trabajo, para construir una metodología de investigación, luego ejecutarla y, finalmente, escribirla. Ocho meses de recorrer la geografía del dolor de Bogotá y Soacha. De recorrer los últimos pasos de Jáider, Julián, María del Carmen o Julieth, por mencionar cuatro de los 14 que perdieron la vida en septiembre de 2020, 11 de ellos por la actuación de policías. Recorrimos los barrios donde vive la gente trabajadora de la capital, que fueron los que se vistieron de luto. A todas esas familias les debemos, como sociedad, un acto de reconocimiento de responsabilidad porque lo ocurrido fue una de las peores tragedias que ha vivido Bogotá.
Participar en esta investigación fue honroso y el hecho de que Negret se haya lanzado al Senado, decisión que tomó ocho días antes de la entrega del informe, no pasa de ser una coincidencia que en nada la invalida. El Gobierno,
con el presidente a la cabeza, ha querido desvirtuar la Relatoría sin leerla. Quieren echar mano de la muy añeja práctica de cortarle la cabeza al mensajero porque no les gustó el mensaje que trajo. Los ministros de Defensa y del Interior salieron como perros bravos a ladrarles a las sombras. Ni una palabra merecieron las 183 páginas, sólo atinaron a decir que se trataba de un ataque a la Policía porque Negret era aspirante al Congreso.
No les gustó que se haya concluido que lo que pasó no se puede llamar de otra manera que masacre, ni que se hiciera un juicio ético de lo ocurrido. Conclusión a la que llegamos producto de fuertes debates en los que prevalecieron la responsabilidad con las víctimas y la decisión de no utilizar eufemismos. Bastó con atenerse a la definición internacional del sistema de la ONU y escuchar a la gente. En cambio, desde el Gobierno acudieron al santanderismo clásico y a media lengua el ministro Palacios aseguró que sólo el fiscal —amigo de ellos, por lo demás— podía darle calificativos a lo ocurrido y que sólo un juez podría juzgar la actuación institucional, cuando en Colombia no hay una definición penal de masacre y porque, a la luz de ese argumento, sólo las autoridades judiciales y, claro, el Gobierno podrían investigar violaciones a los derechos humanos.
El segundo argumento, expresado por el presidente Duque en tono veintejuliero, es que el informe busca hacerle daño a la Policía.
Pero el mayor daño que se le hace a la institucionalidad es promover la solidaridad de cuerpo ante los crímenes cometidos por funcionarios. Resulta al menos paradójico que el mandatario y su corte salgan con declaraciones altisonantes sin tomarse el tiempo de escuchar a quienes visten el uniforme. La Relatoría pudo hacerlo gracias a la invaluable labor del coronel (r) Luis Alfonso Novoa, director de Derechos Humanos de la Policía. Los entrevistados coincidieron en que lo que pasó el 9 de septiembre cambió la historia de la Policía. Que después de eso miles de ellos se retiraron desmoralizados, que esa noche los cogieron con “los pantalones abajo” y que quienes van a pagar por la improvisación en el mando son, como siempre, los patrulleros, algunos de los cuales hoy enfrentan angustiosos procesos penales y disciplinarios por actuar como les han enseñado.
Un análisis de cómo viven los policías debería ser el principio de la reforma institucional, debería ser motivo de atención del Gobierno y de su corte de aduladores. Si tanto quieren a la Policía, fortalézcanla desde la base, ofrézcanles garantías sociales a sus uniformados, no impunidad. El general Vargas es uno de los hombres mejor preparados para dirigir la Policía y confío en que asuma que su responsabilidad es con la historia y no con un Gobierno que en su ocaso se admira al espejo y no ve lo que pasa, como el rey desnudo de la célebre fábula.