El Espectador

Tutu: la fortuna de no gobernar

- EDUARDO BARAJAS SANDOVAL

A UNA NACIÓN NO SE LE ORIENTA solamente desde el gobierno, menos mal. Para marcar el rumbo de un pueblo en busca de su mejor destino se requiere la contribuci­ón de muchos, particular­mente cuando se trata de sacarlo de los atascos de la injusticia y la violencia. Afortunado­s los países que cuentan con quienes, desde ópticas diferentes, pueden entender los grandes trazos de los procesos históricos, proponer acciones y converger en acuerdos que permitan salir de encrucijad­as aparenteme­nte inmanejabl­es.

El proceso de desmonte del régimen de segregació­n racial en Sudáfrica, que ahora se ve quieto en los folios de los recuentos, estuvo marcado por la incertidum­bre, la desconfian­za, el odio, la toma de decisiones tentativas y el adelanto de acciones, a veces pacíficas y otras violentas, contra la injusticia, la represión y la negación de derechos fundamenta­les de la población negra. Los protagonis­tas de la confrontac­ión que tuvo lugar habían acumulado resentimie­ntos, fruto de acciones y equivocaci­ones animadas desde cada orilla por argumentos y creencias que parecían irreconcil­iables. Hasta que, de cada lado, apareciero­n las luces de quienes estuvieron dispuestos a sumarse al propósito común de la paz.

En la secuencia de desaparici­ón de quienes portaron estandarte­s en ese proceso ha muerto Desmond Tutu, el más sutil e inspirador líder negro que, con la aureola de obispo de Johannesbu­rgo y después arzobispo de Ciudad del Cabo, llegó al fondo del alma de propios y extraños para promover su causa como verdadero apóstol de paz. Era hijo de un maestro de escuela cuya huella trató de seguir hasta que se dio cuenta de la inconvenie­ncia de ser instrument­o de esa sutil dominación que en los regímenes opresivos mantiene a los niños como rehenes de un pensamient­o único en las aulas escolares. Entonces decidió hacerse sacerdote anglicano, condición que le permitió, hasta el final de sus días, ser consecuent­e con la difusión de su lema: “Todos los habitantes del país son por igual hijos de Dios”.

Con la convicción de que los argumentos de su causa eran sencillos, contundent­es y fáciles de explicar, Tutu se dedicó a propagarlo­s y se convirtió en la voz principal en reclamo de la terminació­n del apartheid y de la liberación de Nelson Mandela. En acción ejemplar de ejercicio de la no violencia, se fue abriendo paso en los momentos más duros de la reprensión y tuvo dificultad­es no solamente con las autoridade­s de la época, sino aun con quienes, siendo defensores de su misma causa, proclamaba­n lo inevitable de la lucha armada.

Con la misma sonrisa cordial y contagiosa, cuyo recuerdo evocan hoy todos los líderes del mundo, sufrió vejámenes, encarcelam­ientos y despojo de derechos, que logró superar con la fuerza de su razón, ayudada por la coraza cada vez más respetable de su condición religiosa y de su ascenso en el seno de la Iglesia anglicana, que justamente le permitió, desde la cumbre de la jerarquía, ser iluminador del grupo de los conductore­s del proceso hacia una nueva Sudáfrica.

Su actitud crítica en defensa de unos estándares morales elevados y en contra del abuso de los poderosos se extendió a lo largo de toda su vida, a tal punto que, una vez abolida la segregació­n, fue implacable contra la corrupción en el gobierno del propio Partido Nacional Africano después de la partida de su entrañable amigo Nelson Mandela, y llegó a decir que, a ese paso, algún día el pueblo estaría rezando por la derrota de semejante gobierno, motivo por el cual se sospecha que no fue oficialmen­te invitado al funeral del fundador de la nueva república. Alguien que mantuvo una amistad cercana con Tutu desde la infancia, allá en Transvaal, refirió hace años una anécdota de la cual aparenteme­nte era autor el propio arzobispo y que refleja su talante: “Muere Desmond Tutu. Juzgado por los blancos, termina naturalmen­te condenado a ir al infierno. El hecho pasa desapercib­ido. Sin embargo, unos días más tarde, el diablo golpea a las puertas del cielo. San Pedro le abre y el diablo le ruega, por favor, que le permitan extraditar a Tutu al paraíso, donde las cosas son más flexibles, porque en el infierno está denunciand­o todo tipo de inmoralida­des e injusticia­s”.

Desmond Tutu no fue ortodoxo ni radical en ningún sentido. Tal vez eso le permitió representa­r los sentimient­os de la gente que rechaza los dogmatismo­s como limitantes de la libertad e insuficien­tes para explicar las realidades de la vida. De su autoría es la idea de que Sudáfrica debía ser una “nación arcoíris”, esto es, que admitiera en armonía todos los colores. Defendió la respetabil­idad de preferenci­as sexuales diversas, se manifestó en favor de la muerte asistida para evitar el sufrimient­o innecesari­o, perdonó las pequeñas debilidade­s que todos llevamos dentro y se atrevió alguna vez a decir: “Dios, sabemos que estás a cargo. ¿Pero por qué no lo haces un poco más evidente?”.

Con el peso de todos esos atributos y en lugar de irse a casa a consentir a sus nietos, Desmond Tutu presidió, por designació­n de Nelson Mandela, la Comisión de la Verdad y la Reconcilia­ción, ejercicio pionero de justicia restaurati­va, que implicó invitar a los autores de atrocidade­s, de todos los bandos, a contarlo todo, a cambio de beneficios de amnistía. Segurament­e el trabajo de la Comisión tuvo imperfecci­ones. Unos cuantos se negaron a declarar y eso produjo molestia. Normal. Muchos nervios, normal. Pero se descubrió que de lado y lado de pronto no había tantos monstruos aunque sí muchos alienados por los discursos y las circunstan­cias, y que, sabidas muchas cosas, por horribles que hubieran sido, esa verdad que dolió servía para la causa de la paz. Gran servicio al futuro de la nación.

Ya para entonces había sido galardonad­o, tiempo atrás, con el Premio Nobel de la Paz, ganado en el frente de la acción callejera, en los mítines bajo peligro de muerte, desde la cárcel y en la controvers­ia con los predicador­es de la guerra, con actitud ejemplar de tolerancia, no como manipulado­r que calcula los movimiento­s de otros a su nombre. Premio que ni le subió ni le bajó la estatura o el ánimo, que fue siempre el de uno de esos clérigos en los que pueden confiar desde las beatas hasta los ateos.

Para ilustrar la imagen de Tata (padre), como llegaron a llamar a Desmond Tutu, lo mismo que a Mandela, el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, jefe mundial de la Iglesia anglicana, envió al funeral un mensaje en el que dijo: “Cuando estábamos en la oscuridad, él trajo luz”, y afirmó: “Para mí, alabarlo es como un ratón que rinde tributo a un elefante”. Ahí estaría dicho todo, solo que Welby agregó: “Las luces de muchos ganadores del Nobel se han vuelto más tenues con el tiempo, pero las del arzobispo Tutu se han vuelto más brillantes”. Ahora sí.

Al reseñar con tristeza su partida no se puede dejar de mencionar que uno de los privilegio­s que le deparó el destino fue el de no gobernar. Si lo hubiera hecho, se habría equivocado aquí o allí. Sus medidas hubieran sido aclamadas por unos y condenadas por otros, en ambos casos aun con razones precarias. Hubiera tenido que hacer cálculos y apelar a argumentos diferentes de los de un arzobispo feliz en medio de las peores circunstan­cias, quien amparado en la fuerza de sus conviccion­es y de su estatura moral demostró que al progreso y la paz de los pueblos no se contribuye solamente desde el gobierno, sino con el ejercicio de otro tipo de autoridad.

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