¿Para qué los hijos?
EN SU MÁS RECIENTE INTERVENción, el papa Francisco tildó de egoístas a quienes prefieren mascotas en vez de hijos. Afirmó que negar la paternidad y la maternidad “nos quita humanidad, la civilización se vuelve vieja”. Sus afirmaciones no pasaron desapercibidas. Fueron muchos los críticos que respondieron a la hipocresía de la cabeza de una institución llena de hombres viejos y célibes.
El problema, sin embargo, no es la vejez ni el celibato. Tampoco lo es el argumento falaz de que solo quienes han vivido una experiencia en particular tienen la capacidad y la autoridad para hablar de ella. Si esto fuera cierto, podríamos hablar de muy pocas cosas y cualquier intento de abstracción argumentativa sería vano. Vale la pena, antes que atacar la autoridad del papa, analizar un argumento que lleva siglos resonando en la cultura: “El que no tiene hijos es egoísta”.
Comencemos con lo obvio: hacerse padre no es condición necesaria ni suficiente para volverse generoso, ni desinteresado. Ni siquiera lo vuelve mejor miembro de la humanidad. Sí, uno pensaría que tener un hijo llevaría a las personas a querer mejorar el mundo en el que habitarán sus críos. Pero lo que generalmente sucede es que los padres se limitan a trabajar para ofrecerles a sus hijos una ventaja en el mundo tal y como está —por algo el nepotismo nos define—, lo que en sí mismo no sería tan malo si todos esos pequeños fueran a ser decentes, generosos y competentes. Pero pasa con frecuencia que entre “más ayudas” requiera el hijo, más lo protegen los padres resguardados en la idea del “amor incondicional”. Y así, por amor incondicional, a veces fracasan las empresas y tenemos atrofiada la política.
El otro problema está en asumir que la generosidad protectora de los padres hacia sus críos es incondicional. Ese “dar” tiene detrás el complejo de creador. Desde que nacen, muchos padres se obsesionan con que sus hijos se construyan a su imagen y semejanza. No es extraño oír frases como: “Es igualito al papá”, “será médica como la mamá”, “aunque es adoptada tiene los mismos gestos de su padre”, donde ese “aunque” alerta sobre la forma despectiva con la que algunos se refieren a los hijos adoptados. ¿Acaso por qué no habría de tener los mismos gestos? De cualquier forma, el hecho de que la mayoría de los hijos no sean adoptados sugiere el valor que dan los padres a su propia constitución natural y al placer que les produce replicar su forma.
Claro, no todos los progenitores deciden cuidar a sus hijos. Muchos los arrojan a la caridad de la humanidad, que lastimosamente muy pocas veces responde. Pero los que sí se hacen responsables vierten mucho esfuerzo en forjar sus estatuillas de barro y rara vez ese esfuerzo es desinteresado. Los padres, normalmente, quieren algo a cambio. Quizá lo mismo que dieron: amor, cuidado, tiempo, dinero, protección y demás. Algo que está bien. Pero hay que comenzar a decirlo para que no se genere una mistificación de la muy común reproducción. Algo hemos avanzado en convencer a la humanidad de que los niños no vienen con un pan debajo del brazo. Ahora hay que pensar para qué traerlos. Habrá miles de razones, pero hay que darlas. Quizá sea hora de cambiar la tradicional pregunta de “¿por qué no quieres hijos?” por la que casi nunca se hace: “¿para qué los quieres?”. Muchos abusos se pueden evitar si vivimos un poco más reflexivamente.