El Espectador

Aquellas pequeñas cosas

- SORAYDA PEGUERO ISAAC sorayda.peguero@gmail.com

EL PADRINO DE LA PRIMOGÉNIT­A debía ser el mismo que actuó como testigo en la boda de sus padres. Pero la primogénit­a, que llegó al mundo nueve meses después, no estuvo de acuerdo con esa costumbre. Fue la primera transgresi­ón de su vida. Como había cumplido cinco años cuando la bautizaron, pudo decirlo con claridad: no quería otro padrino que su tío Norberto. Él le dio el caballito de madera que acaba de aparecer en un cajón, entre sus gomas para el pelo y sus medias de nylon.

Nietzsche decía que casi todos los estados de ánimo y las situacione­s de la vida tienen su momento de felicidad. ¿Puede pensar que este es uno de esos extraños momentos? Una parte de sí misma, igual que los cajones del armario, se va quedando huérfana de algo que no sabe nombrar. Abandonar la casa en la que ha vivido durante años no significa el fin del mundo. Lo sabe. Pero algunos alejamient­os, aunque necesarios, suponen un duelo idéntico al que nos deja la muerte. Y sin embargo le sobreviene una inesperada alegría, discreta como una fuga, salida no se sabe de dónde. “A este momento de felicidad supo ponerle acordes Chopin en su Barcarola”, dijo Nietzsche en aquel aforismo. Ella está recordando una canción de Serrat.

El caballito conserva los lunares que le pintó con un bolígrafo cuando su hermana se enfermó de sarampión y los dos —ella y el caballito— acordaron solidariza­rse con la niña convalecie­nte. La silla y las riendas siguen intactas, dibujadas en relieve con un color gris mate. En cambio, la inicial de su nombre se ha ido borrando del balancín, por los años y por las sucesivas estrujadas que le dio con toda clase de detergente­s de limpieza y jabones perfumados.

Los versos de la canción hacen que repare en el vínculo que mantiene con esas pequeñas cosas. Son como espejos que le devuelven una imagen poliédrica de todas las que ha sido. Si bien la escritura es una actividad a la que dedica gran parte de su vida, nunca antes se atrevió a escribir sobre sus ocasionale­s encuentros con esos objetos. Es consciente de que los guarda, de que los cuida, de que no quiere perderlos y de que esa decisión, la de mantenerlo­s fuera del alcance de su mirada inmediata, es una manera de protegerse. El reencuentr­o con el pasado a veces es devastador. Pero conviene saber que volver la vista atrás puede ser otro modo de dar pasos hacia adelante.

Mirándolo con renovada curiosidad, lo empuja suavemente con un dedo. Se queda viendo cómo se balancea en la palma de su mano. Qué tienen esas pequeñas cosas —se pregunta entre murmullos—, que conservan las emociones y los recuerdos que depositamo­s en ellas; que hablan de quienes somos y de quienes fuimos; que regresan de esa patria que defendemos con el sentido de propiedad del que presumen los niños sin ningún pudor. Qué tienen esas pequeñas cosas, que sobreviven a los ciclones y a las mudanzas; que aparecen como traviesos fantasmas de un paraíso perdido y recuperado; que nos convocan al juego del “me acuerdo”. Nos interrogan. “Nos hacen que / lloremos cuando / nadie nos ve”.

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