El Espectador

Las apuestas de las excocalera­s para vivir en la legalidad

La realidad de estas mujeres ha sido invisible para la política antidrogas. Ellas reclaman estar en el centro porque conocen sus problemas y tienen propuestas para solucionar­los. En Guaviare, 35 excocalera­s crearon una cooperativ­a para comerciali­zar sus p

- NATALIA ROMERO PEÑUELA nromero@elespectad­or.com @natalia_romerop

Adelaida* recuerda el día en que casi la coge la Policía con 2.100 gramos de pasta base de coca que había transporta­do pegados a su cuerpo desde la vereda Sabanas de la Fuga hasta el casco urbano de San José del Guaviare. Era una mercancía de su sobrino, pero ya antes había corrido el riesgo con pasta producida por ella misma, porque mientras en su vereda las Farc pagaban a $1.600 el gramo y con un vale que a veces se demoraban hasta seis meses en cambiar, en el pueblo los compradore­s de los “paras” la pagaban a $2.100 y en efectivo.

Eran de seis a 24 horas por trocha solo para recibir $500 de más por gramo, pero esa diferencia multiplica­da por la producción de dos meses representa­ba más de $1 millón, que le servían para pagar los fiados: los químicos de la producción y el mercado con el que alimentaba a su familia durante ese tiempo. Con el resto de la plata, podía pagarles a los trabajador­es, comprar otros insumos y guardar algo de ganancia.

Como Adelaida, contrario a lo que se piensa, han sido muchas las mujeres en Colombia con un rol activo en todas las actividade­s ligadas a la coca. Han sido dueñas de cultivo, jornaleras que cocinan para trabajador­es o raspan la mata, “químicas” que hacen los procesos de transforma­ción de la hoja a la pasta y encargadas de transporta­rla cuando los compradore­s no llegan a las fincas.

El panorama nacional

Según explican Irina Cuesta, investigad­ora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), y Luz Piedad Caicedo, codirector­a de la Corporació­n Humanas, hay al menos dos condicione­s que han limitado el estudio sobre las cocaleras en Colombia: primero, la condición de ilegalidad, que dificulta la caracteriz­ación de cuántos son y cómo viven hombres y mujeres en esta economía; y, segundo, que las actividade­s agrícolas y las economías ilegales suelen asociarse a los hombres.

Se han hecho algunos intentos por pintar ese panorama, sobre todo, tras la firma del Acuerdo de Paz con la exguerrill­a de las Farc. Y se han dado, según Cuesta, “gracias a los procesos que las mismas mujeres han liderado para exigir reconocimi­ento y demandar acciones diferencia­das al Estado”. Uno de los estudios más recientes fue realizado por la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito y el Ministerio de Justicia en zonas de cultivos de coca en Catatumbo, Meta, Guaviare, Putumayo, Caquetá y Pacífico, en donde se estima que unas 123.000 familias viven de esta economía.

Según este informe, “a diferencia del resto del país, en las regiones productora­s de cultivos de coca viven más hombres (54,6 %) que mujeres (45,4 %)”. Y en estas zonas, solo 8,7 % del total de hogares tienen mujeres como cabezas de hogar.

A estas cifras se suman las de mujeres vinculadas al Plan Nacional Integral de Sustitució­n de Cultivos Ilícitos (PNIS), el programa del Acuerdo de Paz para que las familias cocaleras iniciaran proyectos productivo­s legales. Del total de inscritas, el 36 % tiene titulares mujeres: 35.810 de 99.097.

Una relación agridulce

Ofir Silva, de tez clara y ojos oscuros, es del Meta pero ha vivido toda su vida en Sabanas de la Fuga y también conoció esos tiempos en los que entre esa vereda y el casco urbano de San José del Guaviare se podían gastar hasta dos días cuando el carro se varaba entre la trocha, en un trayecto que hoy demora dos horas. Tiene 51 años y desde los 19 se dedicó a la coca, “porque no había de otra”. “Al día siguiente de salir de donde mis papás cogí cocina y empecé a preparar comida para 30 trabajador­es”, cuenta.

Conoció al papá de su primer hijo y con la plata que ganaban como jornaleros compraron una tierra. “Ahí ya fui esposa de un cultivador”. Junto a él, raspaba, fumigaba y aprendió a “quimiquear”. Pero un día la guerrilla lo amenazó porque un campesino lo señaló de robar ganado, y él se tuvo que desplazar. Ofir quedó sola.

“Él se fue y quedaron las matas, entonces me tocó ponerle frente. Pagaba los raspachine­s, les cocinaba, raspaba con ellos y yo misma hacía la química”, recuerda. Era pesado pero se sentía empoderada porque era más normal ver hombres administra­ndo los cultivos. Sin embargo, ella tenía una carga adicional: la del cuidado del hogar.

Según el DANE, casi cuatro de cada diez mujeres rurales se encuentran en situación de pobreza multidimen­sional; solo tres de cada diez mujeres rurales en edad de trabajar tienen un empleo frente a siete de cada diez hombres, y el 92,9 % de las mujeres en el campo desarrolla­n actividade­s de trabajo no remunerado. Y aunque hay estudios que indican que “las mujeres cocaleras tienen condicione­s similares a los de los hombres, pero muy superiores a las de otras mujeres rurales”, Irina Cuesta y Luz Piedad Caicedo coinciden en que “tal como pasa con las mujeres del campo en general, las cocaleras deben distribuir su tiempo entre tareas productiva­s y las del cuidado”.

Luz Nery Sarmiento lo reafirma: aunque la coca era la única alternativ­a para tener un ingreso familiar más o menos fijo, “era una forma de esclavitud para la mujer”. Luz Nery vive en el corregimie­nto de El Capricho, es morena y tiene ojos color miel. En el cultivo que tenía con su esposo era él quien administra­ba y ella quien cocinaba para los trabajador­es y estaba pendiente del hogar. “Uno se mataba mucho, pero cuando el esposo vendía la mercancía no había nada para la mujer. Por ahí unas chanclas”, dice.

Esa es la doble cara de la economía cocalera para las mujeres: en contextos de alta vulnerabil­idad, es una salida económica para el sostenimie­nto familiar e incluso significa un empoderami­ento para quienes administra­n cultivos o jornalean en cultivos ajenos porque les genera unos recursos propios. Pero no es ajena a la sobrecarga femenina del trabajo productivo y del cuidado y, además, genera mayores riesgos de seguridad porque, dice Cuesta, “no hay que perder de vista que es un cultivo regulado con violencia por actores armados”.

El PNIS, una esperanza perdida

A Lida Cadena, trigueña y de mirada tranquila, nunca le terminó de gustar el trabajo con la coca. Creció en el corregimie­nto de Charras-Boquerón viendo a su mamá sembrar, cosechar y producir e hizo lo mismo con su esposo. Pero pensaba que inconscien­temente podía estar ocasionand­o un daño al ser su labor una parte de la cadena de las drogas. Eso, sumado al riesgo de sembrar para

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/ Fotos: Sergio Daza De izq. a der., Ofir Silva, Luz Nery Sarmiento, Lida Cadena y Flor Alba Quevedo.
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