Respuesta a un taurófobo
irse otros o se va el país a pique. Ni Dilian Francisca, ni uno de los dos Alejandros, ni Fico, ni —¡Dios mío!— Óscar Iván están en juego ya, ni otros. Cada cual elimina a los que no quiere, mientras ellos mismos se eliminan; este proceso de muchos aptos y de no pocos ineptos nos tiene la cabeza a reventar. Se necesita uno, uno, el de mayor aceptación pública, y que sirvan para algo las encuestas ya que son inevitables.
Se cometerán posiblemente injusticias, hombres con conocimientos, edad en límite, formación en democracia, como Robledo, quien estaría por una izquierda moderada, con libertades públicas y sin constricción policial, pero sin aparentes posibilidades electorales, quien debería ya ceder a sus pretensiones, cuando hay que evitar que el país brinque al desorden, a acabar con todo y a entregarse a las potencias orientales en esta joya geográfica entre dos mares, antes de que sigamos regalándonos por vanidades personales.
Una entrevista sobre las corridas de toros fue publicada en El Espectador el 14 de enero.
Podrá intentarse explicar de mil formas, tratando de justificar las corridas de toros, pero seguirán siendo un legado de barbarie histórica. No hallo otra forma de concebir el significado de matar a través del espectáculo, haciendo de la muerte un teatro, un acto que, por sí mismo, envuelve sangre, desigualdad y, sobre todo, deshumanización.
En un reciente pronunciamiento, el Tribunal Superior de Islamabad debatió sobre los derechos animales. Por un lado, el derecho de una elefanta a vivir en un espacio libre versus el derecho de niñas y niños al goce que genera verla encerrada en un zoológico. El Tribunal concluyó que mientras el segundo tipo de goce era reemplazable, el primero no y, por tanto, falló en favor del animal: su libertad no es mayor que la de los humanos, pero estos sí pueden decidir cambiar hábitos sin perjudicar su dignidad.
Volviendo a la entrevista, se hizo una falsa referencia a la justificación como si fuera una verdad (suponiendo que toda verdad es incuestionable). En ocasiones, la defensa de la verdad ha generado enormes daños. Por ejemplo, la justificación de un médico nazi que, en los juicios de Núremberg, defendió el haber experimentado con judíos, enfermos mentales, negros y homosexuales, afirmando que esos experimentos ayudaron a avanzar a la humanidad en la mejora de los tratamientos contra infecciones. Ello es incuestionable desde el punto de vista empírico pero no ético, y esa falta de cuestión hacia la verdad empírica ha costado vidas.
Nada en dicha entrevista es bueno, ni siquiera el uso de palabras denigrantes en contra de los defensores de los derechos animales.
Además, la defensa de las corridas de toros olvida una verdad: el dolor ocasionado. Dolor no solo físico sino emocional al animal que se bate a un duelo de desiguales. Mientras el toro no conoce de lo que sucederá, el torero sí. Mientras el toro no tiene apoyo en la arena ni público que se engalane si resulta vencedor, el torero sí (el toro nunca es ganador, ni tiene esa intención). Mientras el toro no ha sido equipado con armas más que las que la biología (y los genetistas) le han otorgado, el torero sí. El toro fue criado con la mejor vida posible: fue ganada su confianza para asesinarlo. No hubo amor en su crianza, hubo utilidad, desprecio, ira hacia el animal.
Y me permito un lugar común: como en Bogotá prohibieron la crueldad con los toros y no las corridas, dejó de ser atractivo. Esto es suficiente para suponer que no les gustan tanto los espectáculos con los toros, como su masacre. Tanto les gusta la muerte, que la defienden abiertamente. Desafían la ética: si no los matamos aquí los matamos allá, pero de que los matamos los matamos. La vaca normal muere en el matadero —¡vaya nombre!—, mientras el toro muere elegantemente chorreado de sangre, cayendo lentamente como divertimento de personas sin piedad, pidiendo ayuda, clamando que cese el dolor y viendo que su asesino le da la estocada final, ¡vaya elegancia!
Nota aclaratoria: a mí nadie me paga por sentir compasión por los animales.