La liga de los estrellados
Esta semana comienza una nueva liga de fútbol en Colombia. Hay pocas cosas mejores que las discusiones de pasillo en las que se habla sobre el rendimiento del equipo del alma y las correspondientes burlas al compañero hincha del equipo perdedor o que va mal en la tabla.
Junto a los buenos hinchas, lo mejor del fútbol colombiano es el estilo propositivo en la generalidad. Atrás quedaron los tiempos de la doble línea de cuatro para no perder y buscar ganar en un contragolpe. Ahora incluso los equipos chicos arriesgan, porque han entendido que esa es la manera de sacar la cabeza y sobresalir. En nuestro país hay muy buenos entrenadores, conocedores, apasionados por el juego que se han convertido en especialistas para formar talentos.
La nuestra no es como la mayoría de ligas del mundo, una discusión de dos o a lo sumo tres equipos. Acá para quedar campeón hay que sobresalir en el momento exacto entre un puñado de cinco o seis candidatos cada semestre.
Es verdad que a los nuestros hace rato no les va bien en los torneos internacionales pero también lo es que no es habitual que les pasen por encima. Brasileños y argentinos tienen que sudar petróleo para ganarles a los nuestros a pesar de las enormes diferencias que hay en términos de presupuesto. La Libertadores y la suramericana están diseñadas para que ellos las ganen. Por un lado, porque tienen muchos más cupos en las fases de grupos, lo que hace que en las instancias finales tengan más equipos compitiendo y se repartan entre ellos las grandes bolsas de premios. Esto, todos los años, no hace más que abrir las brechas.
Además los buenos jugadores jóvenes que se producen en nuestras canteras se van muy jóvenes. Por un lado, porque asesorados por sus representantes, ávidos de dinero rápido, creen que es la manera de “asegurar su futuro y el de sus familias, porque en el fútbol uno nunca sabe…” y, por el otro, porque como consecuencia de lo anterior amenazan a los clubes que invirtieron en su formación con no renovar contratos para así quedar libres y quedarse con todo el producido de la venta de sus derechos. Esto obliga a que se vayan a los diecinueve o veinte años y, lamentablemente en la mayoría de los casos, estén de vuelta, ya con la cabeza dañada, al poco tiempo para comenzar su carrera como mercenarios de club en club buscando reencontrar el talento que algún día les dio para ser transferidos al exterior. Los representantes poco o nada se preocupan por la formación para el éxito de sus pupilos y en ese camino los únicos que no se estrellan son ellos.
Desde luego que a escala doméstica hay muchos aspectos por mejorar, pero a la mayoría de clubes les gusta vivir como los carros viejos de marcas lujosas, con las latas maltrechas por los golpes de la vida, pero con la chapa del logo de la marca intacta.