El Espectador

A las cinco de la tarde

- EL CAMINANTE FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

Un reloj de aquellos de bolsillo, eternament­e detenido a las cinco de la tarde, y recordar y decir en voz baja el poema de García Lorca, “A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde. Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde. Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde. Lo demás era muerte y solo muerte a las cinco de la tarde”. Las manecillas estáticas, casi corroídas. La tarde sobre la tarde y la luz que se va apagando. Ningún tic-tac que me lleve a las prisas y a la inmediatez, a lo que tengo que hacer porque si no lo hago a mil por segundo se va el bus, y si se va el bus no llego a ninguna parte, y si no llego a ninguna parte se desmoronan quién sabe qué engranajes. Silencio. Silencio y mentira.

En realidad, no pasa nada si pierdo el bus de las cinco. Y tampoco, si llego tarde a ese lugar que suele ser ninguna parte y se rompen todos los engranajes del mundo. Somos un ensayo de vida para llegar a un vacío, y nada más. Estamos condenados a nacer o morir de un segundo a otro, y ese segundo seguirá transcurri­endo más allá de los andamiajes de producción de las fábricas, o de los algoritmos, o de las conexiones a internet, o de las ventas y las compras, o de los celulares de alta gama, o de los políticos y las miles de elecciones, o de los sistemas, las polarizaci­ones, los linchamien­tos o nuestros miedos. Incluso, seguirá transcurri­endo más allá de que se hayan detenido todos los relojes del mundo, sin que importe mucho a qué hora.

En un segundo vivimos o morimos, y en un segundo tomamos las decisiones que nos marcan durante años y años. En un segundo cambiamos de opinión sobre tal o cual asunto, y nos demoramos un segundo o menos en arrepentir­nos de algo que dijimos o hicimos, también en un segundo, un poco más o un poco menos. Un segundo determina el antes y el después de la historia del universo, su comienzo, y ese final del que no tenemos ni idea, y en un segundo caemos en cuenta de que solo somos cuentos de cuentos, nada, como escribía José Saramago. En un segundo recibimos la noticia que transforma nuestra vida, y en un segundo pronunciam­os la palabra que nos entierra o nos salva. En un segundo, en fin, guardé los tres relojes que aún me quedan para aguardar a que se detengan, ojalá a las cinco de la tarde.

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