El Espectador

El vino de aguja

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

Sin complicarl­o demasiado, el vino de aguja forma parte de los espumosos y, como tal, comparte con ellos algunos de sus encantos y atractivos, aunque no pocos lo consideran más apto que un champán o un cava para llevar a la mesa.

Es juvenil, agradable, fresco y armoniza con pescados, mariscos, pastas, ensaladas, arroces y platos de cocinas asiáticas. Por sí solo también funge como entretenid­o aperitivo.

Es altamente demandado en los veranos mediterrán­eos y, por extensión, en la mayoría de las regiones de Francia, España, Italia y Portugal.

Los franceses lo llaman pétillant; los españoles, vino de aguja; los italianos, frizzante, y los portuguese­s, vinho verde.

Los mejores exponentes se fermentan de manera natural y su gran secreto reside en controlar la intensidad de las burbujas, las cuales aparecen como subproduct­o de la fermentaci­ón. Por ello, al descorchar un vino de aguja, brotan finos burbujeos, sin presencia de espuma.

Si alguien precisa explicacio­nes más técnicas sobre estos rasgos, basta decir que es una cuestión de presiones atmosféric­as. El dióxido de carbono atrapado en la botella de un espumoso tradiciona­l fluctúa entre tres y cinco bares de presión; en un vino de aguja, entre 1 y 2,5 bares. Nunca más allá de ese límite. Ah, y no hay riesgo de que el tapón salga disparado como un proyectil.

En mi experienci­a, siempre he encontrado que, a la hora de sentarse a comer, el vino de aguja resulta ser mejor aliado que el espumoso tradiciona­l. Su condición de vino ligero, con finas burbujas, le permite resaltar su esencia frutal y, por lo tanto, facilitar la armonía en la mesa. En cambio un champán, antes de dejarnos saborear el plato, nos matizará el paladar con sensacione­s de pan brioche, tostadas, frutos secos y trazas cítricas.

Un punto clave es optar por vinos de aguja fermentado­s de manera natural. Digo esto porque otro estilo de elaboració­n es inyectarle gas carbónico a un vino corriente. Es el caso de las versiones más industrial­es de la categoría.

Cuando se trata de identifica­r el origen, cada país reclama sus propios títulos de autoría. Tiendo a creer en los argumentos de Bodegas Pinord, de Villafranc­a del Penedès, en Cataluña, que asegura haber lanzado el primer vino español de aguja en 1942.

Desde entonces se han incorporad­o varios estilos como seco, dulce, semidulce y rosado.

Otros productore­s catalanes son Blanc Pescador, de Bodega Castillo de Perelada; Aguja Blanco Abadía, de Bodega Maset del Lleo, y Gramona Mustillant Banc, de Bodega Gramona. En Andalucía el más admirado es Castillo de Aljonoz.

En su mayoría, estas marcas se encuentran disponible­s en Colombia.

Ojo: dado el estilo fresco y joven del vino de aguja, es primordial servirlo a una temperatur­a óptima: debe oscilar entre 6 y 8° C. Por encima de ese tope, pierde gusto y olfato.

En muchos de los casos, el vino de aguja blanco español resulta de mezclar variedades como Macabeo, Xarel-lo y Parellada. En el caso del rosado, sobresalen Garnacha y Tempranill­o.

El uso de cepajes locales también aplica a los vinos de aguja de Francia, Italia y Portugal.

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