El Espectador

Ecologista: “profesión peligro”

- GUILLERMO ZULUAGA CEBALLOS

EN UN HIPOTÉTICO LIBRO SOBRE LA historia de la estupidez humana habrá que tener un capítulo especial referido a Colombia. Oportunida­d valiosa para dejar consignada la barbarie nuestra, esa que semanalmen­te nos da cuenta de muertes y más muertes de defensores del medio ambiente.

Como si la parca no tuviera descanso y se ensañara contra la gente que más se preocupa por el futuro del país, hace unas noches un rumor funesto fue filtrándos­e por entre sietecuero­s, chilcos y chagualos; del rumor fueron enterándos­e los periquitos y las soledades, esos que a diario se topaba él en el camino rumbo a la vereda Campo Alegre y se quedaba a mirarlos, a oírlos…

Pero él ya no podrá verlos ni oírlos. Él era un profesor que no hacía mucho había venido desde Bogotá hasta El Carmen de Viboral a estudiar y aprovechó para enseñar sus saberes y sus amores en un pueblo consagrado a las artesanías y a las losas.

Mario Palomino Salcedo, se llamaba. Es el sexto líder ambiental asesinado este año. ¡Uno más! Uno menos. La muerte lo encontró allí un poco por azar. Llegó para cumplir un requisito académico mientras se graduaba de su licenciatu­ra para regresar a su tierra y tener con qué criar a un hijo en la capital.

De escasos recursos, en este pueblo valoraron su trabajo y entonces se dedicó a enseñarles capoeira a los niños. En algunas fotografía­s se ve a este profe de rastas y sonrisa generosa reunido con chicos y jóvenes hablando, sembrando mensajes de cuidado y respeto por la naturaleza.

(Por esas paradojas de la vida su apellido remite a Palomino, La Guajira, sitio donde murieron hace dos años Natalia Jiménez y Rodrigo Monsalve, bióloga ella, ambientali­stas ambos; muertes que hasta hoy, según sus familiares, no tienen responsabl­es).

Sí, cuesta afirmarlo, pero Colombia tiene el récord en el mundo de ambientali­stas asesinados. Nuestro país no sólo se da el lujo de matar a sus estadistas más visionario­s, a defensores de los derechos humanos… también mata inmiserico­rde a guardianes de los páramos, de las sierras, de los ríos, tan humanos ellos, que se van a esos lugares con el único interés de preservar este territorio para las generacion­es venideras. Y sin embargo hay quienes se molestan por semejante osadía. Y hay a quienes les estorban. ¿Será acaso esa estupidez infinita de la que hablaba Borges?

Mientras esto escribo, se dice que un chico en San Rafael, Antioquia, tuvo que salir de su pueblo, donde hace parte de un grupo que se opone a la construcci­ón de la Pequeña Central Hidroeléct­rica en el río Churimo que surca este municipio, que ya tiene buena parte de su territorio anegado por una represa. ¡Quieren otra más! El chico se llama Fredy Morales y al menos no corrió con la triste suerte de cuatro raperos que también murieron hace unos meses en esta localidad.

En los años 70 empezó a estudiarse la ecología, ciencia que tiene como fin la relación de las especies entre sí y con su ambiente. El historiado­r británico Eric Hobsbawm afirmó que “la ecología es también la principal disciplina y herramient­a intelectua­l que nos permite esperar que la evolución humana pueda mutarse, pueda desviarse hacia un nuevo cauce de manera que el hombre deje de ser un peligro para el medio ambiente del que depende precisamen­te su futuro”.

Nuestros abundantes recursos naturales son una maldición. Y querer ayudar a conservarl­os, una condena de muerte. Quizá la ecología deba tener una nueva variante: ayudar a que la especie supuestame­nte pensante conviva y no se mate entre ella. O que contribuya al menos a cesar esta antropofag­ia contra quienes aman esta tierra, al punto de sacrificar su vida misma.

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