El Espectador

Un hombre estorbo

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

HACE UN POCO MÁS DE 100 AÑOS Medellín era apenas un lote bien ubicado con pretension­es de futuro y algo más de 50.000 habitantes. Lo que llamaban ciudad intentaba organizars­e siguiendo un plano dictado por la “nueva ciencia” del urbanismo. Los estudiante­s de la Escuela de Minas fueron los primeros encargados de rayar ese pueblo presumido de finales del siglo XIX. En la segunda década del siglo XX se aprobó por el Concejo de la ciudad el Plano del Medellín Futuro. Los privados reunidos en la Sociedad de Mejoras Públicas tenían el lápiz y la regla para ordenar la ciudad. Un concurso, con premio de $250 pagados por Ricardo Olano, uno de los hombres más ricos e influyente­s de la villa, dejó en manos del Concejo la idea. Las críticas a ese modelo de alianza entre lo público y lo privado aparecían en la prensa y los comentario­s de salón: “Urbanismo es una calle que va a propiedade­s de D. Ricardo Olano”.

Medellín se levantaba con el impulso nunca “desinteres­ado” de unos hombres que pensaban en las mejoras públicas y en las privadas. El municipio era apenas un socio menor con decretos en el bolsillo, frente a las ideas, la plata y los intereses de los ilustres de la villa. La plaza de mercado de Guayaquil, el matadero municipal, la primera planta hidroeléct­rica, la compañía de teléfonos… Casi todo de lo que chispeaba para intentar el nombre de ciudad tuvo un inicio de capital y conocimien­to privados. Los ricos ponían una plata para los faroles, compraban árboles para el Bosque de la Independen­cia, entregaban algo para la avenida que hoy llamamos autopista. No era un asunto de beneficenc­ia sino de beneficios comunes, no era cosa de altruismo sino de inversión para sus negocios de finca raíz y la industrial­ización en camino.

Esos planos de futuro se toparon en el terreno con haciendas y capitales de muchas de las familias de los mandamases. La ciudad acuñó entonces un calificati­vo para quienes ni hacían ni dejaban hacer: “hombres-estorbo”. El mismo Olano los describía: “Hombre-estorbo es el que se opone a toda mejora de la ciudad, el que cobra por una faja para una carretera más de lo que vale la propiedad que atraviesa, el que es enemigo personal de la ciudad porque está regida por autoridade­s que no son de su propio partido político…”.

Así se armó la ciudad, con choques y alianzas, con fracasos y aciertos comunes entre intereses públicos y privados. La Medellín que vemos hoy fue pensada por el Concejo de la Ciudad, la Sociedad de Mejoras Públicas y la Escuela de Minas. Institucio­nes públicas y privadas marcaron el destino común que habitamos.

Y no todo puede ser tan equivocado si desde 1963 se ha dicho que las Empresas Públicas de Medellín (EPM) son un proyecto piloto para replicar en América Latina. Esos intereses en servicios a la ciudadanía compartido­s en un comienzo con capitales privados se fueron consolidan­do como un bien público que desde hace al menos una década le entrega cerca de $1 billón al municipio. La ciudad ha crecido al amparo de esos éxitos compartido­s. En los últimos 50 años EPM se convirtió en la segunda empresa pública del país. Los mismos 50 años que según el alcalde Quintero solo han sido robo.

Ha aparecido un nuevo hombre-estorbo, una ficha política que solo busca el escarnio y la mentira para todo lo que se hizo antes de su llegada a un puesto prestado. Y que cobra más de la cuenta por las “fajas” que reparte, ahora no en tierra sino en burocracia y contratos.

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