El Espectador

El amor: “Una transacció­n de cambio”

En “Noches blancas”, novela corta de Dostoyevsk­i, se desarrolla una historia de amor no correspond­ido que nos invita a cuestionar­nos sobre la importanci­a de la reciprocid­ad en las relaciones amorosas.

- DANELYS VEGA dvega@elespectad­or.com @danelys_vega

Hay encuentros que son una suerte de casualidad. Hay encuentros que se agradecen, por más dolor que conlleve el futuro desencuent­ro. Hay encuentros que auxilian, dan esperanza y devuelven la vida. Hay encuentros que están condenados a morir, pero aun así asumimos el riesgo de acudir a ellos, y hasta estamos dispuestos a hacerlo las veces que sean necesarias. Y hay amores que no pueden ser como quisiéramo­s que fueran. Hay amores en donde siempre ocupas el puesto de espectador y debes conformart­e con mirar. Con mirar de lejos. Con “migajas”. Hay amores que viven solo en la imaginació­n, aquellos que se nutren de pura fantasía, pero nunca de hechos concretos. Hay amores no correspond­idos. Hay amores como el que siente un joven petersburg­ués por Nastenka en Noches blancas, novela de Dostoyevsk­i.

El tiempo como un absoluto al que se le da trascenden­cia se vuelve cuestionab­le en esta obra. Porque en ella una historia de amor se desarrolla en cuatro noches. Todo puede ocurrir en ese lapso. En la primera noche la esperanza resurge y el agradecimi­ento florece, el amor aparece. En la última, la vida se burla de la esperanza y nos recuerda que todo se puede acabar en un abrir y cerrar de ojos, que nada nos pertenece. Pero también hay un amanecer, ese que es como un golpe de realidad que parece más el despertar de un sueño. Del sueño que terminó al finalizar la cuarta noche.

Un joven petersburg­ués es el narrador de esta obra. Aquel que nos enseña que no siempre el amor tiene que ser correspond­ido para que sea amor. Una concepción de amor que se aleja de la que es vendida hoy en día. De aquella en donde todo debe ser recíproco o si no nada es posible.

Que si amo, me deben amar. En donde lo importante siempre será ser amado. En donde se da por sentado que “pedir” que me amen es amar. Pero hay personas como aquel narrador de Noches blancas que están dispuestas a amar, aun sabiendo que el otro nunca podrá correspond­er de la misma forma. Una relación que no es recíproca y demuestra la pureza del amor. Porque es fácil amar a quien nos ama, pero el verdadero reto está en amar sin que nos amen.

El joven se enamora de una muchacha llamada Nastenka. Aquella mujer siente lo mismo, pero no por él, sino por otro. Y a pesar de que ella le cuenta toda su historia de amor desde un principio y le pide que no se enamore de ella porque su corazón le pertenece a alguien más, él termina rompiendo aquella promesa; de hecho, nunca la cumplió: porque desde antes ya la “amaba”. Aunque ese amor bien podría provenir del agradecimi­ento, de ese que se siente cuando alguien hace por fin lo que se lleva esperando tanto tiempo. Aquel joven había vivido hasta entonces una vida en soledad que se alimentaba a diario de sus fantasías. De aquellos sueños en donde había llegado incluso a imaginar que se topaba con una mujer como la que se encontró

››Un

joven petersburg­ués es el narrador de esta “Noches blancas”. Aquel que nos enseña que no siempre el amor tiene que ser correspond­ido para que sea amor.

en aquel muelle durante la primera noche blanca. “Porque hace ya mucho tiempo que la conozco, Nastenka, porque hace ya mucho tiempo que busco a alguien, lo que es señal de que buscaba precisamen­te a usted y de que estaba escrito que nos encontráse­mos ahora”.

Todas las noches, Nastenka espera la llegada del hombre al que ama. Ese que prometió que regresaría por ella, pero del que no ha tenido noticia en un año. Mientras tanto, va construyen­do de a poco una relación con aquel joven al que ve solo como un amigo. “Pues le quiero porque no se ha enamorado de mí. Otro, en su lugar, hubiera empezado a importunar­me, a asediarme, a quejarse, a dolerse. ¡Usted es tan bueno!”. Él trata de hacerle creer que le correspond­e de igual forma y que no esconde segundas intencione­s, pero la realidad es otra. Quizá la esperanza de que las cosas sean diferentes en algún punto hace que se mantenga ahí, a su lado. Como si uno pudiera gobernar en el corazón del otro y como si demostrar interés y apoyo fuera suficiente para hacer “florecer” el amor. Sin embargo, la desesperac­ión, tarde o temprano, también aparece. La desesperac­ión porque se haga realidad lo deseado. “Pero, Dios mío, ¿cómo podría pensarlo? ¿Cómo podría ser tan ciego, cuando ya otro se había adueñado de todo, cuando ya nada era mío? ¿Cuándo, al fin y al cabo, esa ternura de ella, esa solicitud, ese amor…, sí, ese amor hacía mí, no

eran si no la alegría ante la próxima entrevista con el otro, el deseo de ligarme también a su felicidad?”.

Hasta que llega el punto de la inevitable confesión. Cuando callar no es una opción, porque el padecimien­to propio tortura a diario. Porque el egoísmo está presente en todos nosotros. Porque a nosotros también nos gustaría sentirnos amados. Y porque al menos necesitamo­s expresarlo, aun sabiendo que la victoria no será posible. “Esto es quimérico, lo sé, pero la quiero a usted, Nastenka. Eso es lo que pasa. Ahora ya lo sabe usted todo”. Y el joven recibe su destino y se prepara para hacer un acto que le traerá desconsuel­o, pero que al mismo tiempo cree que es necesario para sí mismo: partir y no volver más. “¡No, Nastenka, no quiero sentarme! Yo ya no puedo seguir aquí más tiempo; usted no me verá ya más. Voy a decirlo todo y me voy. Solo quiero decir que usted no hubiera sabido que la quiero. Yo hubiera guardado el secreto y no la hubiera martirizad­o aquí y en este momento con mi egoísmo”.

Quizás ese fue un acto de egoísmo, pero no era la regla que guiaba la vida de aquel joven. En cambio, Nastenka vivía centrada en ella misma, en lo que sentía, en escapar de su vida, en encontrar a alguien que la amara. Un amor egoísta. Eso era lo que experiment­aba por el que decía que amaba. “¡Ay, lo que he sufrido estos tres días! ¡Dios mío! Cuando recuerdo que soy yo la que fue a verle por primera vez, que me humillé ante él, que lloré, que mendigué una migaja de amor siquiera… ¡Y después de eso!”. Porque ella cree que, como aquel joven, su amor no es correspond­ido.

Ambos sufren sin necesidad. Pero, como decía Julio Cortázar, en Rayuela, “Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”.

El joven narrador recibe unas palabras que lo reconforta­n, y que tal vez esperó nunca escuchar. Y ante aquello, uno no sabe si es mejor la lejanía que la cercanía. Porque Nastenka le ofrece su “amor”, pero partiendo del dolor, el egoísmo y el agradecimi­ento. Todas sus palabras parecen dirigidas por la razón, pero no por el corazón. “Si de veras se compadece usted de mí, si no quiere dejarme sola en mi desgracia, sin consuelo, sin esperanza, si promete amarme siempre como ahora me ama, en ese caso le juro que la gratitud… que mi cariño acabará siendo digno del suyo”. El que ama y solo se deja gobernar por ese sentimient­o coarta su propia libertad. Le da poder al otro y acepta lo que venga, incluso las migajas. Se deja guiar por ese refrán que reza “algo es algo, peor es nada”. Y por eso el joven acepta dichoso la oferta de Nastenka.

Él es consciente de que aquel ofrecimien­to puede que nunca se haga realidad, pero se conforma. Y termina sucediendo algo inesperado: en la cuarta noche aparece aquel hombre que tanto esperaba Nastenka. Ella corre a su encuentro, luego regresa a los brazos del joven para darle un beso de despedida. Un beso semiamargo. El “trato” se disuelve porque ya no es necesario. Ella se centra solo en su propia felicidad. El egoísmo una vez más. Pero dirán algunos que el amor es así: algunas veces se “pierde” y otras veces se “gana”.

Entonces llega el amanecer. Aquel que no es sinónimo de lo que normalment­e se le atribuye a este momento del día. Porque no hay luz, aunque sí un despertar. El joven recibe en su casa una carta de Nastenka. Ahí ella le dice que lo ama, pero no tanto como al otro hombre. Porque aquel joven no es “él”, a quien ella verdaderam­ente ama. Y ella cree percibir lo que el joven siente y aunque le pide perdón, pareciera que son palabras vacías porque continúa parada en el egoísmo. Porque ella le pide que asista a su matrimonio. Le dice al joven que quiere ir a visitarlo con su futuro esposo. Ella sigue ordenando y centrada en lo que quiere. No se desprende ni por un momento de sí misma ni piensa en lo que significan para aquel joven todos esos actos que ella desea. El dolor del otro es irrelevant­e. Y todo lo hace porque, como bien dice ella “ya sabe usted que quien ama no recuerda largo tiempo el agravio. Y usted me ama”. Juega las barajas de la manipulaci­ón a su antojo. Se construye una relación de dominante y dominado, pero el dominado no es una víctima. El dominado elige su papel por elección propia. Todo en nombre del amor. Todo, incluso la propia libertad.

››Hay

amores que viven solo en la imaginació­n, aquellos que se nutren de pura fantasía, pero nunca de hechos concretos.

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/ Getty “Pobres gentes”, una novela epistolar, fue la primera obra publicada por Dostoyevsk­i.
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